11. ¿Fin?

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Capítulo 11

¿Fin?

Corrí hacia el campamento tan rápido como me permitieron las piernas. No me importó arañarme con las ramas de los árboles o que estuviera dejando tanta cantidad de huellas que provocaría que Silas se arrancara los pelos de la cabeza. No me importaba nada más que llegar al campamento lo antes posible, o al menos, lo que quedaba de ello porque cuando llegué solamente estaba Yutema y una hoguera a medio consumirse.

— ¿Qué ha pasado con las demás cosas? —jadeé mientras trataba de recuperar el aliento.

—Los chicos se han encargado de ello, no hay de qué preocuparse.

Incluso ellos contaban con la idea de que aquel plan podría no resultar, por eso escondieron los recursos por todo el bosque. Odié al instante a Azay por ello, nos había metido en un plan en el que ni él mismo confiaba, y conociéndole, moriría con sus compañeros antes de ser el único sobreviviente. Aunque estuviera yo esperándole fuera...

— Chiquilla, baja el paso, no puedo seguirte.

Me detuve ante la súplica de Yutema, que estaba a varios pasos tras de mi con la respiración entrecortada y la mirada suplicante.

— No me había dado cuenta que andaba tan rápido. Perdona.

— ¿Pensabas en los chicos?— no me dio tiempo a responder— Estarán bien, no te preocupes.

— Estoy preocupada por Azay. No me importa que ganen o pierdan, me importa que vuelva sano y salvo.

Me sentí egoísta por decirlo en alto.

— Estarán bien —volvió a repetir.

Me agarró del brazo y me utilizó como bastón para apoyarse, aunque su intención era que de esa forma pudiera controlar el ritmo.

— ¿Y si el plan resulta fracasar, qué pasará?

— No fracasará—volvió a repetir la mujer esta vez con más fuerza y dejando notar su enfado por mi insistencia.

El silencio se cernió sobre nosotras, y ambas lo agradecimos. La anciana conocía la vida real, sabía cómo funcionaba el poder y cómo pensaban las personas en época de guerra, pero no sabía nada de una vida en paz. Tal vez nunca lo llegáramos a conocer, porque nunca estaríamos en calma con nosotros mismos, los decenas de faltas cometidas por culpa del hambre y del miedo nos dejará conciliar el sueño tranquilos, pero podremos estar en paz con el resto. Nada de dormir con un cuchillo bajo la almohada, nada de vigilar con el rabillo del ojo, nada de sobresaltarse incluso por el ruido de los árboles... ¡Era tan bueno que no podía ni creérmelo! Solo podía pensar en lo malo, en la cantidad de cosas que podían salir mal de toda la operación.

¿Y si los esclavos no se unían a los insurrectos? La lealtad no es algo que se pudiera comprar, tampoco el compromiso y mucho menos el sentimiento de compañerismo, todo ello se ganaba a pulso y tanto Milo como Azay lo tenían. Era muy probable que una décima parte de esos esclavos huyeran, tal vez criados que no entendían por qué les estaban condenando al mismo destino que sus amos. Pero en aquellas carretas también se encontraba la familia Fatusta, sus guardias y guerreros condecorados de alguna batalla olvidada. Además, era un hecho de que aquellos seres humanos no se encontraban en las mejores circunstancias, algunos estaban deshidratados y desnutridos. ¿Serían los suficientes para conquistar una ciudad en la que vivían centenares de personas? Era cierto que el ambiente era turbio, los rumores y las injurias dirigidas al rey aumentaban exponencialmente cada día, pero aun así... ¿Era suficiente con matar al perro para terminar con la rabia? ¿Y si el rey Asher no era más que un títere?

Yutema y yo decidimos no ir por el camino, pero tampoco entre la espesura del bosque. Caminábamos en paralelo a una distancia prudencial, sin hablar. Sin pronunciar ninguna palabra, ni si quiera para poder decir que esta boca era mía. Teníamos miedo, aunque ninguna de las dos se atreviera a decirlo en alto, todo dependía de lo que pasara entre aquellos muros.

— Niña, mira — dijo mientras me daba unos pequeños codazos en el costado.

Varias columnas de humo brotaban desde el interior de las murallas. Las puertas estaban abiertas y el pueblo clamaba algo que no conseguí entender.

— Claman justicia— susurró la anciana. Su rostro mudó de color, estaba blanca como el pergamino.

Todavía nos quedaba un buen trozo de camino, pero el corazón comenzó a latir con impaciencia.

Cuando llegamos, el alboroto que había en la ciudad se debía a una celebración.

— ¿Qué ha pasado? — le preguntó Yutema a una mujer que trataba de proteger a sus dos hijos pequeños del tumulto.

—Han capturado al rey — dijo la mujer angustiada— ¡Los rebeldes van matarnos a todos! Violarán a nuestras hijas y las colgarán a nuestros bebes de los pies para venderlos.

— Nunca harían eso, señora.

Me llevé a Yutema de allí, no servía de nada discutir con una señora asustada. No quería entrar al tumulto sin saber qué pasaba exactamente, por lo que me subí el poyete de una estatua y fue entonces cuando lo vi. Los insurrectos se habían hecho con la ciudad a una velocidad espantosa, y supuse que fue todo gracias al pueblo que gritaba contento al ver al rey Asher desfilar encima de un burro con un sombrero en forma de cono en la cabeza y un cartel colgado del cuello que gritaba "asno". Pero había más hombres que le acompañaban en aquel desfile, otros miembros de alta clase desfilaban de la misma forma, con sus galas almidonadas y sus sombreros ridículos. Todos lloraban y suplicaban piedad mientras el pueblo les lanzaba boñigas secas y comida en rápida fase de descomposición, todos menos uno. El rey no sollozó, no imploró o apeló a la bondad de los que habían sido sus súbditos, ni si quiera se dignó a mirar a nadie; moriría con la corona puesta y con la vanidad como capa.

— ¿Qué ocurre, niña? ¡Di, por Dios, que me tienes en ascuas!

— Van a quemar al rey en la hoguera, Yute — no fui capaz ninguna palabra más.

Estaba absorta por todo lo que estaban viendo mis ojos. El pueblo se estaba cobrando toda la penuria que le habían hecho sufrir la monarquía asher, y no eran capaces de controlar su ira. Algunos salían de los límites con la intención de golpearles, pero los soldados rasos les devolvían de nuevo a su sitio.

—¿Te encuentras bien, niña?— me preguntó Yutema con tono preocupada.

—Sí.

Pero la verdad era que no, me sentía mareada y tenía ganas de devolver. Me bajé de aquella estatua y y me apoyé del brazo de Yutema. ¿Qué debíamos hacer: ir en busca de algún insurrecto o resguardarnos hasta que los humos se disiparan?

La furia de los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora