12. Nunca volveremos a casa

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Odiaba los malditos barcos, su insistente vaivén y la escasa intimidad que daba. Aun así, los motivos que me habían hecho tomar aquel viaje, valía aquel sufrimiento y más.

— ¿Kelya, te encuentras bien?

—Odio los barcos, Azay.

Su risa invadió toda la habitación.

— ¿Nuestro hijo te está dando un mal día? — preguntó mientras me acariciaba la tripa.

— Me encuentro fatal.

— Ya hemos avistado tierra, ¿quieres ver cómo desembarcamos?

Asentí, y con su ayuda conseguí llegar a proa. No pude evitar sonreír cuando vi el Castillo de Kuyana a lo lejos y a una gran cantidad de personas esperándonos. Chillaban de ilusión, lanzaban flores e incluso algunos lloraban de emoción al pensar que por fin, un everial les gobernaría. Fragmentado el imperio asher y devuelto la independencia a las naciones conquistadas, todos auguraban un buen futuro, aunque eso dependería de los nuevos gobernantes. El pueblo estaba cansado de guerra, no quería venganza y mucho menos de la opresión que habían sentido durante tantos años.

Bajé del barco escoltada por Azay, y nada más pisar el suelo, todo el pueblo empezó a ovacionarnos emocionados. Todos habían conocido a Everial y muchos nos habían ayudado a sobrevivir ya sea con su silencio o con lo poco que tenían, como mantas o comida. Cuando se enteraron de que dos everial serían sus gobernantes, la alegría inundó toda la comarca.

Una sacerdotisa de tez morena y maquillada con pinturas de colores como nuestra cultura indicaba en ocasiones especiales, se paró delante nuestra y esperó a que todos callaran para comenzar a hablar.

— Es un placer dar la bienvenida a nuestros salvadores — dijo en el idioma del imperio para que los insurrectos que nos habían acompañado, pudieran entenderlos. La sacerdotisa se acercó a mí, posó su mano sobre mi tripa y dibujó un círculo imaginario con el dedo—. Los malos tiempos se han esfumado con vuestra llegada. Los dioses han hablado, ambos iniciaréis un siglo de paz y sosiego a Kuyana. Seréis el vaso de agua al sediento y devolveréis la mirada al humano que ha permanecido invidente durante tanto tiempo.

La sacerdotisa se arrodilló y todo el pueblo la imitó. Azay me tomó de la mano y tras besarme en el lateral de la cabeza, comenzamos a caminar en dirección al que sería nuestro futuro hogar. La multitud comenzó a vitorear, cantar e incluso a bailar al son de la música. No sé por qué lo hice, pero me detuve en medio del camino, obligando a todos a que se detuvieran.

— ¿Te ocurre algo, amor? — me preguntó Azay preocupado.

Levanté una mano indicándole que se callara.

— ¿Trasta? — murmuré sin creérmelo.

La niña se movió en su sitio, nerviosa.

— Amor, dijimos preferir pensar que...

— Azay— le reprendí, dándole a entender que no quería que siguiera hablando.

Anduve, hacía la muchacha y me acuclillé ante ella, en la medida que la barriga me lo permitía.

—Trasta — le susurré.

La muchacha se lanzó hacia mí, abrazándome y haciendo que casi estuviera a punto de caerme de culo.

— Kelya... — alcanzó a sollozar la pequeña.

— ¿Trasta, dónde están los demás? — La obligué a separarse de mi cuello e hice que me mirara tras las lágrimas— ¿Dónde están los demás?

Pero Trasta no respondió, comenzó a llorar aún más fuerte e hizo que el miedo me atenazara las entrañas como una comida mal digerida. Solamente pude abrazarla con fuerza para calmarla.

— A Amaru y Anya se lo llevó la fiebre — sollozó en mi cuello.

— ¿Kelya, eres tú? — la voz de Huasi me sorprendió.

Se había hecho todo un hombrecito en poco más de dos años, y tras él, Eira, Cala y el pequeño Koldo me miraban a punto de echarse a llorar.

— Soy yo —dije mientras abría mis brazos y ellos corrían para abrazarme —. He vuelto, nunca os abandoné.

Pese a la alegría que sentía, no reí o lloré de felicidad, no pude hacer otra cosa más que sonreír para tranquilizarlos. Noté cómo Azay se colocaba tras mi espalda y me ayudaba a incorporarme.

—Amor, debemos de seguir andando.

— Debemos llegar a casa, chicos — le sonreí, pero no consiguió traspasarse a mi mirada.

Azay, tomó a Trasta, que estaba enredada entre mis piernas, en brazos y la muchacha, lejos de llorar aún más se tranquilizó un poco. Pero no me quitaba la mirada de encima.

Los chicos estaban sucios, necesitaban un baño urgente y tal vez una desparasitación, pero no me importaba en realidad. Sentía que el vacío que había invadido parte de mi corazón desde el momento de mi rapto se difuminaba poco a poco, pero no del todo, no hasta que no supiera de Eissa y de su hijo.

Aunque nunca lo reconocería, Azay también estaba nervioso, pero sabía que aquellos niños no les dirían absolutamente nada. Fue paciente y muy permisivo, dejó que colmara mi atención en aquellos niños incluso aunque detestara que hiciera esfuerzos en mi avanzado estado de embarazo.

—Por fin, estáis limpios —exclamé triunfante mientras peinaba el rubio y largo cabello de Trasta.

—Limpios no te dan limosna, Kelya —comentó Husai mientras le ayudaba a Koldo a abrocharse la chaqueta—. Solamente nos limpiamos al final del mes, cuando la gente anda corta de dinero, para poder robar en el mercado y que los comerciantes no se pongan alerta en cuanto nos vean.

Asentí pensativa. Lo habían tenido que pasar muy mal, a saber que más habían tenido que hacer a cambio de llevarse algo de comer a la boca.

—A partir de ahora no hará falta que hagáis nada de eso—les dije mientras dejaba el peine en el tocador—. Yo y Azay nos encargaremos de todo, no tendréis que preocuparos por nada y por nadie. La guerra se ha acabado, chicos.

Trasta me abrazó por la cintura y Husai, aunque tratara de mostrarse maduro, en realidad quería hacer lo mismo. Besé la cabeza de Trasta y le dije que cuidara del resto de los niños para poder tener una conversación a solas con Husai, aunque era relativo, porque solamente se fueron al otro extremo de la habitación porque se negaban a abandonar mi lado por un segundo.

—Te has hecho mayor, Husai, tanto que ya no quieres ni abrazarme.

—¡Eso no es cierto! —exclamó a la defensiva y avergonzado el muchacho.

—No te preocupes, Husai—sonreí divertida, pero la diversión me duró poco—. Eissa debía de cuidaros.

—Eissa nos abandonó en cuanto llegamos a Kuyana. Dijo que no podía cuidar de todos nosotros, y que Vania necesitaba su ayuda más que todos—deduje que Vania era la hija que había tenido en aquella húmeda cueva—. Yo no quise saber nada de ella a partir de ese momento. La odiaba, pero Trasta se compadeció de ella y a veces la visitaba en la casa de putas donde trabajaba.

—¿Y ahora dónde está?

—Vaina murió por las fiebres, como Amaru y Anya, pero Eissa culpó a Trasta por contagiar el mal a Vania en alguna de sus visitas.

—¿Y qué pasó? —pregunté incapaz de aguantar el nerviosismo.

—Obligué a los chicos que difundieran el bulo de que Eissa tenía una enfermedad contagiosa por tirarse a un hombre en el callejón de las Ratas y la echaron del prostíbulo —su voz se quebró y rompió a llorar. Se notaba que estaba arrepentido—. Eissa huyó de la ciudad y no supimos más de ella.

Abracé a Husai con fuerza, lo que había hecho no estaba bien, pero tampoco lo había estado Eissa y ella sí que era una adulta. Solamente pude pensar en cómo contárselo a Azay, si es que me atrevía a confesarle la verdad. Aunque claro que lo haría, le diría lo que me había dicho Husai y avanzaríamos de la misma forma que lo habíamos hecho desde que nos habíamos vuelto a encontrar: juntos.

La furia de los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora