INTRUSO

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Capitulo 4: Actos impúdicos.

A Luis siempre le habían atraído las mujeres. De esas con grandes senos y curvas enloquecedoras, pero las que más le gustaban eran aquellas que poseían sonrisas encantadoras. Por eso se había enamorado de Elizabeth, porque ella era refinada y delicada, además de que poseía una de las sonrisas más bonita que hubiese visto en su vida.

Desde el primer momento en que la vio en aquella cafetería, supo que ella era para él... Era preciosa y no se cansó de admirarla aun cuando eran novios. La sonrisa de ella siguió cautivándole aun después de que se casaron y más aun cuando tuvieron su primera hija. Aquella vez, ella casi lo ahorcó a causa del dolor de parto, pero al final sostuvo a la pequeña criatura en sus brazos maternales y le regaló la sonrisa más bonita que hubiese visto.

Sin embargo, que tuviera una linda familia no significaba que fuese hombre de una sola mujer.

Existían tantas mujeres hermosas en el mundo que agradecía infinitamente el ser hombre y ser uno muy guapo, por cierto. Las mujeres a veces le caían del cielo y como hombre no podía rechazarlas. Así que era obvio que con tantas mujeres lindas, le fuese infiel a Elizabeth en más de una ocasión.

Otra cosa era que ella se enterase...

Lastimosamente, ella se enteró de unas cuantas infidelidades. Ese día se odió a sí mismo por haberle hecho daño y haberla hecho llorar. Aun así, Elizabeth lo perdonó en un par de ocasiones. Lo que no pudo perdonarle fue que la traicionara con un hombre. Con un muchacho joven.

Eso si que no.

A Luis nunca le habían gustado los hombres. Él creía que era un heterosexual con todas sus reglas, lo creyó hasta el día en que percibió los ojos azules del muchacho posarse sobre los suyos con total descaro, ¡El chico era tan coqueto! Y le había regalado una sonrisa tan atrevida... tan lujuriosa... tan de todo que se mordía los labios aguantando las ganas de robarle un beso. Nunca le había pasado eso. Se sentía hechizado. Embrujado. Intentó negarse el gusto, intentó no caer en el sortilegio. Sin embargo, se vio atraído como una abeja a la miel. Se sentó a su lado y permitió que el chico lo sedujera. Suponía que no debía pasar los dieciséis y por eso tenía ese aire tan místico, tan juvenil, tan delicioso y prohibido como lo tenía la manzana en el jardín de Edén.

Y tal como Adán pecó al probar la manzana prohibida, él pecó al probar esos carnosos labios.

Pensó que iba a sentir repudio besar a otra persona de su mismo sexo, pero resultó todo lo contrario; saborear la lengua de su contrario fue tan placentero y delicioso como la misma manzana prohibida que no dudó en devorarlo todo. Se lo llevó a un motel, y entre las paredes mudas y una puerta cerrada, penetró al muchacho. Se ahogó en sus pestañas igual de rubias que su cabello, en su cuerpo flexible y entregado, en sus deliciosos jadeos.

Y lo convirtió en su amante...

Ese niño travieso lo había embrujado con esa linda sonrisa, así que no dudaba en llevárselo a un motel y hacerlo sollozar de placer. Aunque jamás imaginó que Elizabeth fuese a sospechar y mucho menos que ella lo iba a perseguir hasta dar con él y su joven amante en la cama de un motel. Esa sí que no se lo perdonó y lo mandó para a la mierda... con maleta y papeles de divorcio.

Pese a eso, no dejó el hábito de dejarse seducir por lindas mujeres... y lindos hombres... con encantadoras sonrisas. Por lo tanto, no podía comprender qué había visto en aquel jovencito. Aarón era lindo, era cierto, pero nunca le había regalado una sonrisa ni le había coqueteado ni una sola vez. Más bien se trataba de un muchacho mal educado y con mal humor. No era ni amigable ni coqueto así que no sabía qué era lo que tanto le gustaba de él.

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