Reloj de arena - Capítulo III (3)

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En la actualidad...

Por la megafonía se escuchaba un sinnúmero de avisos informativos que en realidad no servía para nada. Ni siquiera los que eran nombrados por las azafatas de «búsqueda infructuosa» se daban por aludidos. El bullicio y el ajetreo del aeropuerto despistaban a todo aquel que se impresionaba con facilidad e incluso a los que creían estar centrados en sus asuntos. Allí se veía de todo: el ir y venir de toda clase de gentes y los más variados objetos —hasta animales enjaulados—. Se podía apreciar una gran variedad de luces de colores, advertir los aromas más variopintos y fijarse en los signos externos de toda clase de enfermedades exóticas y secuelas mundanas. Era un cruce de culturas y un decepcionante escaparate tanto de la dejadez de algunas personas, como de la soberbia de otras.

—Bienvenido a Kayseri, inspector.

Un agente uniformado, demasiado joven para tener alguna clase de experiencia sobre casos policiales, o sobre la propia vida, sostenía un cartel con el nombre del invitado «especial». Con cara de asno y ojos de besugo, distinguir en él un atisbo de inteligencia hubiera sido una tarea más bien hercúlea, pero el inspector Kasim ya había sido sorprendido con anterioridad. Muchos de los cazurros que le colgaban como ayudantes resultaban ser jóvenes brillantes, aunque faltos de la orientación necesaria.

Son el reflejo de sus superiores. Por eso tengo que venir yo. Para cubrir la incompetencia de los vividores y los enchufados, meditaba el inspector en innumerables ocasiones.

—¿No eres demasiado alto?

—¿Cómo dice, inspector?

—Nada... nada... —refunfuñó Kasim.

—Tengo el coche aparcado en la entrada. ¿A dónde desea ir?

—Pues al lugar de los hechos, a ninguna otra parte.

—No lo sé. Al hotel para dejar su maleta, a comer, o a ver al comisario —contestó Timur.

—Pues ya lo sabes.

—¿Sí, señor?

El inspector, decepcionado, ladeó la cabeza.

—¡Al lugar de los hechos!

—Claro, claro. A la orden.

Los ojos del inspector no eran demasiado amistosos. Rojos como la yesca que chisporrotea, y cansados por culpa de innumerables noches sin dormir, penetraban en la mirada de quienes osaban fijarse en ellos. Un interrogador. Eso es lo que era. De estatura baja, anchas espaldas, amplio bigote, y dos cicatrices en su mejilla derecha. El rostro del inspector era el reflejo de su vida.

—Y dígame, inspector, ¿cómo piensa encontrar a la gente enferma? —preguntó Timur.

—No estoy muy seguro. En realidad no sé cómo enfocar este caso. ¿Desde cuándo los enfermos que se encuentran en estado terminal desaparecen? ¿Quién puede querer algo de alguien que está a punto de morir?

—Es posible que exista un complot para matarlos y que así dejen de sufrir.

—¿Una eutanasia consentida?

—¿Una qué?

—Eutanasia. Acelera el proceso de la muerte para evitar que el paciente sufra. Vamos, lo que tú has dicho, pero expresado con una sola palabra.

—¡Ah! Claro, claro... la euftanaxia.

—Eutanasia —corrigió el inspector.

—Eso mismo digo yo.

—Sea como fuere, aquí hay gato encerrado, y si «duermen» a los pacientes terminales para aliviar su sufrimiento o para ahorrar dinero, según la ley, no es más que un asesinato.

—A lo mejor se cansan de estar en el hospital y lo abandonan por voluntad propia.

El inspector le miró de reojo.

—Creo que tu primera teoría es más plausible. No me imagino a niños, hombres, mujeres y ancianos levantándose de la cama para arrastrarse fuera del hospital. Además, supongo que sus familiares no denunciarían su desaparición si los tuvieran en sus casas descansando. ¿No crees?

—Eso no lo había pensado —dijo Timur, levantando la ceja derecha.

—No importa. De todos modos no pareces pensar muy a menudo. 


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