Reloj de arena - Capítulo IV (4)

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Cuando el inspector abrió los ojos, acababan de llegar al hospital. El trayecto de diez minutos le sirvió para descansar la vista y soñar con las oscuras imágenes que Morfeo le regaló cuando acudió a resolver su primer asesinato. Desde entonces, la negrura espesaba sus pensamientos para no distinguir la sangre, las vísceras, los huesos rotos, o las pálidas expresiones de las víctimas.

Sueños muertos, los denominó el psicólogo del cuerpo de la policía. Y no volvió a visitarle después de eso.

Éste está más loco que yo, pensaba.

—El director del hospital nos espera —dijo Timur.

—Muy bien.

La entrada, grande y vistosa, lucía un cartel que decía: «LA VIDA NO ES PARA SIEMPRE» y, al lado, otro cartel ponía: «POR ESO, CUIDA TU SALUD».

—Falto de tacto, pero eficaz... supongo —observó el inspector.

Timur apretó los labios y no supo qué decir.

—No te esfuerces —indicó el inspector—, entra y guíame hasta el despacho del director.

La zona de recepción, iluminada en exceso, se repartía en tres aparentes áreas: la antesala, la zona de espera y la zona de la desesperación, que era en la que acababan los de la segunda zona cuando llevaban más de dos horas haciendo tiempo para ser atendidos.

—¿Es esto muy habitual?

—Para nada, inspector —contestó Timur.

—Pues va a ser que me parece que sí.

Los que se encontraban sentados tras el mostrador de la recepción, ni se fijaban en quién entraba o en quién salía. Simplemente se dedicaban a rellenar una ingente cantidad de papeleo, aparentemente de gran importancia, aunque en realidad no paraban de completar crucigramas y de resolver sudokus.

No me sorprende que los pacientes desaparezcan de este lugar, pensó Kasim.

Ambos caminaron hacia el ascensor, situado a la derecha de la entrada, y subieron a la tercera planta.

—Al fondo está el despacho del director.

—Lo mismito que pone en el cartel de la entrada —comentó Karim con ironía.

El agente sonrió inocentemente, llamó a la puerta, y entró anunciando la llegada del inspector.

—Pasen... pasen.

Un hombre entrado en años, con el pelo blanco, la nariz larga y aguileña, las cejas abultadas como cepillos, y ojos pequeños, les saludó con la mano y les invitó a entrar. Los rasgos marrones de su piel, intensificados por las profundas arrugas, le otorgaban un carácter pintoresco, más propio de los mercaderes ambulantes que de un director de hospital.

—Gracias por recibirnos tan pronto —dijo Kasim.

—Lo que sea necesario para ayudar a las fuerzas del orden.

El inspector dudó de la veracidad de las palabras del director. El apretón de manos había sido breve y flojo, y las miradas se encontraban con dificultad.

Empezamos bien, pensó el inspector. Tengo la impresión de que ya he encontrado al sospechoso principal.


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