Reloj de arena - Capítulo XII (12)

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La sangre goteaba y manchaba el suelo de roca pulida. Los mosaicos de los santos —pegados en las paredes con pegamentos especialmente apropiados para cerámicas y porcelanas— observaban a Kasim y aguardaban para recoger su alma que se le escapaba de los pulmones.

No me arrepiento de nada, balbuceó Kasim.

Sintió cómo unas manos lo elevaron y lo colocaron en una mesa de aluminio, más propia para comidas al aire libre que para el uso de una asistencia médica, acercándola al lado del altar.

No me arrepiento de nada, repitió como pudo.

Los dos sacerdotes salieron de entre las sombras, y los que rodeaban el moribundo cuerpo del inspector se inclinaron. Una especie de luz negra les acompañaba; difícil de ver, pero ahí estaba, ocultando los iluminados ojos de los dos hombres de fe extraña.

—¿Por qué le habéis dañado...?

—... sólo tenía que marcharse...

—... y tú, Timur...

—... sólo tenías que proteger el altar...

—... nada más.

El joven policía se arrodilló y empezó a temblar.

—Me... me... me puse nervioso y no... no... supe que era el inspector. Yo... yo sólo quería hacer las cosas bien... y... y no fallaros.

—Tranquilízate...

—... joven insensato.

—Sabes que ahora tu amigo debe morir...

—... porque únicamente es posible vivir con nosotros...

—... cuando has muerto.

Kasim ya no sentía su cuerpo, no le importaba morir, sentía que estaba preparado para abandonar este mundo, aunque no paraba de pensar en las víctimas que jamás consiguió vengar, y en los villanos que nunca lograría atrapar.

No me arrepiento de nada, balbuceó escupiendo sangre.

—Más te vale que así sea...

—... porque ya no regresarás...

—... ya no volverás a ser...

—... el de antes.

Por fin, Kasim pudo ver los rostros de los sacerdotes. Eran extraños, marcados por el tiempo y el conocimiento. Las arrugas de sus caras se difuminaban entre los surcos de piel que ondulaban como si de un mar vivo se tratase; sus manos temblaban, pero a la vez se movían con una firmeza increíble y con una inimaginable precisión; sus palabras sonaban vacías, aunque llenas de esperanza y vida; y sus ojos, unos ojos grandes y profundos, brillaban de una manera que Kasim recordaría durante su viaje al otro mundo. Los de uno brillaban con un color oscuro apagado y los del otro se ocultaban tras un halo de luz dorada que se escapaba entre las pestañas.

—No me arrepiento de nada —repitió una vez más Kasim.


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