Un día,

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Así como había llegado, se fue sin despedir siquiera. Y no hubo entonces en la redonda inteligencia de Jimin un solo atisbo capaz de entender qué había pasado.

Hipnotizado por un dolor sin nombre ni destino se volvió el más tonto de los tontos. Perderlo fue una pena larga como el insomnio, una vejez de siglos, el infierno.

Por unos días de luz, por un indicio, por los ojos de hierro y súplica que le prestó una noche, Jimin enterró las ganas de estar vivo y fue perdiendo el brillo de la piel, la fuerza de las piernas, la intensidad en la frente y las entrañas.

Se quedó casi ciego en tres meses, y algo le sucedió en su termostato que a pesar de su andar hasta el rayo del sol con abrigo y calcetines, tiritaba de frío como si viviera en el centro mismo del invierno. Lo sacaban al aire como a un canario. Cerca le ponían fruta y galletas para que picoteara, pero su madre se llevaba las cosas intactas mientras él seguía mudo a pesar de los esfuerzos que todo el mundo hacía por distraerlo.

Al principio lo invitaban a la calle para ver si mirando las palomas o viendo ir y venir a la gente, algo de él volvía a dar muestras de apego a la vida. Trataron todo. Su madre se lo llevó de viaje a España y lo hizo entrar y salir de todos los tablados sevillanos sin obtener de él más que una lágrima la noche en que el cantador estuvo alegre. A la mañana siguiente, le puso un telegrama a su marido diciendo: "Empieza a mejorar, ha llorado un segundo". Se había vuelto un árbol seco, iba para donde lo llevaran y en cuanto podía se dejaba caer en la cama como si hubiera trabajado veinticuatro horas recogiendo algodón. Por fin las fuerzas no le alcanzaron más que para echarse en una silla y decirle a su madre: "Te lo ruego, vámonos a casa".

Cuando volvieron, Jimin apenas podía caminar y desde entonces no quiso levantarse. Tampoco quería bañarse, ni peinarse, ni hacer pipí. Una mañana no pudo siquiera abrir los ojos.

Hombres de ojos pequeños ; Koomin.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora