Sin vida.

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—¡Está muerto! —oyó decir a su alrededor y no encontró las fuerzas para negarlo.

Alguien le sugirió a su madre que ese comportamiento era un chantaje, un modo de vengarse en los otros, una pose de niño consentido que si de repente perdiera la tranquilidad de su casa y la comida segura, se las arreglaría para mejorar de un día para otro. Su madre hizo el esfuerzo de creerlo y siguió el consejo de abandonarlo en el quicio de la puerta de la Catedral. La dejaron ahí una noche con la esperanza de verlo regresar al día siguiente, hambriento y furioso, como había sido alguna vez. A la tercera noche lo recogieron de la puerta de la Catedral con pulmonía y lo llevaron al hospital entre lágrimas de toda la familia.

Ahí fue a visitarlo su amigo Taehyung, un joven de piel brillante que hablaba sin tregua y que decía que decía saber las curas del mal de amores. Pidió que lo dejaran hacerse cargo del alma y del estómago de aquel náufrago. Era una creatura alegre y ávida. Lo oyeron opinar. Según él el error en el tratamiento de su inteligente amigo estaba en los consejos de que olvidara. Olvidar era un asunto imposible. Lo que había que hacer era encauzarle los recuerdos para que no lo mataran, para que lo obligaran a seguir vivo.

Los padres oyeron hablar al muchacho con la misma indiferencia que ya les provocaba cualquier intento de curar a su hijo. Daban por hecho que no serviría de nada y sin embargo lo autorizaban como si no hubieran perdido la esperanza que ya habían perdido.

Los pusieron a dormir en el mismo cuarto. Siempre que alguien pasaba frente a la puerta oía la incansable voz de Taehyung hablando del asunto con la misma obstinación con que un médico vigila a un moribundo. No se callaba. No le daba tregua. Un día y otro, una semana y otra.

—¿Cómo dices que eran sus manos? —preguntaba. Si Jimin no le contestaba, Taehyung volvía por otro lado.

—¿Tenía los ojos verdes? ¿Cafés? ¿Grandes?

—Chicos —le contestó Jimin hablando por primera vez en treinta días.

—¿Chicos y turbios? —preguntó Taehyung.

—Chicos y fieros —contestó Jimin, y volvió a callarse otro mes.

—Seguro era Leo. Así son los Leo —decía su amigo sacando un libro de horóscopos para leerle. Decía todos los horrores que pueden caber en un Leo—. De remate son mentirosos. Pero no tienes que dejarte, tú eres Tauro. Son fuertes los hombres de Tauro.

—Mentiras sí que dijo —le contestó Jimin una tarde.

—¿Cuáles? No se te vaya a olvidar. Porque el mundo no es tan grande como para que no demos con él, y entonces le vas a recordar sus palabras. Una por una, las que oíste y las que te hizo decir.

—No quiero humillarme.

—El humillado va a ser él. Si no todo es tan fácil como sembrar palabras y largarse.

—Me iluminaron —defendió Jimin.

—Se te nota iluminado —decía su amigo cuando llegaban a puntos así.

Hombres de ojos pequeños ; Koomin.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora