6. Ars gratia artis: Sobre la experiencia desinteresada del libre creador

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❀ Ars gratia artis


El teléfono canta su oda monótona. Es de tarde y yo miro otra película que me ha prestado el abuelo, en la aburrida soledad de mi habitación. Echada en la cama, no he cambiado mi camisón con detalles de rositas en todo el día. Un homme et une femme se extiende en uno de sus pasajes a color, cuando Anne recuerda los días felices al lado de su marido fallecido. Ella, la dama en vestido elegante y cabellos alborotados que solo permiten ver sus labios, lava las hebras de quien ama. Lo que más me agrada de la escena, además de la samba, es la melancolía de volver al auto en blanco y negro en una noche lluviosa, al lado de un extraño, tras rememorar toda aquella felicidad dorada y lejana.

Aunque pretendo ignorarlo, el teléfono insiste. Cedo. Sin apartar la vista del televisor, escucho la voz al otro lado de la línea. Es Paulina, que me extraña; y si mi determinación se había labrado en metal, tras escuchar las melifluas palabras de mi amiga, al parecer mi temple se convierte en plata derretida. Siento un nudo en mi vientre. Yo no admito nada y me excuso con mentiras blancas, incluso torpes.

Mientras enredo el cable entre mis dedos, aquella imagen crepuscular se repite en tonos violentos, púrpuras. No deseo toparme con su hermano que creía hermana, el de los dulces besos velados. No obstante, el tedio de la hija única en vacaciones y los ruegos convincentes de Paulina me impulsan a aceptar su invitación incluso si de camino, en contra del viento, comienzo a arrepentirme.  

¿De dónde procede este temor? ¿Por qué me siento tan avergonzada, como si hubiese insultado a alguien?

Cuando me reúno con ella, portando baja mi vista, Paulina inquiere los verdaderos motivos. Parece que he menospreciado sus capacidades deductivas.

—Es por mi hermano ¿verdad? —Sus enormes y profundos ojos hazel por poco amarillos, como los de una gatita consentida, me escrutan en la intimidad de su alcoba. Yo miro las cortinas floreadas, el suelo de mosaico lustroso como la leche, intentando evadirla.

Sin embargo, ante la insistencia de un interrogatorio exacerbado, asiento abochornada. Supongo que Elías le narró algo, de ahí su convicción. Y como soy una tetera hirviente a punto de estallar, cedo llevada por la confidencialidad del momento a una honestidad contagiosa. De pronto vomito solo las primeras mariposas de sentimientos que, a pesar de su superficialidad, resulta bastante tranquilizador echar de mi estómago hecho nudos. Ella, a quien por algún extraño motivo parezco simpatizarle tanto como las fresas, sugiere una problemática con su respectiva solución almibarada.

—Te lo voy a decir de forma clara —menciona, al fin y al cabo, siendo mayor que yo—. Elías se irá ya terminadas las vacaciones a la capital con nuestra tía. Parece empeñado en estudiar las artes visuales, así que no le veremos en un buen tiempo, solo durante vacaciones —suspira, haciendo un puchero con su boquita rosa—. Ayer comenzó a impartirme una clase sobre su materia... y no sé si te interese compartirla conmigo. No vas a conseguir nada de lo que esperas con él, puesto que yace en una relación que sabe será efímera y por eso está dando todo de sí. Pero, al menos, estoy segura de que puedes ser su amiga.

La noticia desalentadora, su partida prematura, es ahora el centro de mi nerviosismo. De alguna forma lo esperaba, ya lo sabía, pero pretendía omitir su existencia. Los muchachos de dieciocho años con posibilidades económicas y talento parten a la universidad... ¿cierto? Un poco sangrante, me percato después de las crudas palabras de mi amiga, que incluso me resultan tragicómicas. Aceptar su propuesta conlleva la emoción fuerte, el desollamiento, y soy consciente; pero es que desde muy joven he sido masoquista, y en mi adolescencia más impulsiva, por lo que sellamos el pacto con nuestras palmas húmedas.

Recuerdo después la imagen de un Elías como flor desmayada en el sofá de la sala. Ahora porta una falda de pigmento coral y una playera blanca con un pequeño durazno bordado cerca de su corazón. Con ambas manos sostiene un libro cuyo título reza Las cuitas del joven Werther. Su hermana y yo nos acercamos para llevar a cabo una de las peticiones más vergonzosas de mi vida. Él, tras escuchar a la niña y soportar las trencitas que hace con su cabello alborotado, para mi sorpresa, acepta despreocupado mi presencia en sus clases con un encoger de hombros. Yace más atento a la lectura que a nuestra presencia de insecto volador. ¿He dicho que a veces me convierto en tímida avispa?

Paulina parece satisfecha, y me arrastra a escuchar su nueva composición en la guitarra. Sin embargo, no estando yo contenta con la actitud impenetrable del mancebo, me acerco a él antes de irme con sabor a nieve de guanábana en los labios. Veo sus cabellos negros de brillos púrpuras bajo el sol. Yace sentado en el porche, cansado del sofá. Apoya en sus piernas el libro manchado de humedad. Ante los rosales, le digo.

—Oye, Elías... 

Él alza las cejas, esperando que desembuche, atento al libro. Yo no resisto su indiferencia, quema mis mejillas irremediablemente. La falda con detalles de encaje, el suéter delgado que le cubre en la brisa vespertina y los lentes de marco dorado acentúan su porte erudito mil veces superior al de esta niña torpe. Vacilo. Sudan mis manos. Sé que solo contamos cuatro años de diferencia, pero en su expresión parecen grabarse las letras de una biblioteca entera. Ella, la ninfa, posee conocimientos que yo ni siquiera imagino. Inalcanzable, tan etérea y palpable al mismo tiempo...

—Respecto a la última vez...

Entonces obtengo su atención. Me mira fijamente con esos orbes semi orientales propios del padre, teñidos por la madre. 

Yo no puedo contenerlo, mis ojos se cristalizan y no sé si es a causa del pavor, vergüenza, impotencia u otras emociones irreconocibles. Suspiro. Extravío el aire, a punto de estallar.

—Está bien. —Al fin, después de la tortura prolongada, sonríe y da palmaditas en mi cabeza que yo inclino en señal de arrepentimiento—. No es necesario que te desbordes por semejante tontería.

—¡Lo siento, lo siento mucho, no era mi intención!

Él niega riendo dulcemente ante mi ingenuidad. Arranca una florecita del arbusto más cercano y me la coloca en la palma de la mano derecha.

—Toma, estás perdonada.

Y solo entonces me animo a sonreír. ¡Ah, mi alma se siente tan ligera que creo volar! En contraposición, cuando monto la bicicleta rumbo a casa, mi sonrisa pesa tanto que puedo caer en cualquier momento. Guardo la flor, la pego en la libreta de mis notas. Su amable tacto permanece por siempre grabado en mi corazón.

Sobre el despertar de la sensibilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora