5. Marco: Sobre la apreciación subjetiva del espectador

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    ❀ Marco ❀   



Entonces llega la segunda semana de vacaciones estivales y con ella la cuarta visita a la familia Durand. Me avergüenza abusar de su amabilidad, pero es que en casa nunca hay nada placentero que hacer además de ver las películas prestadas del abuelo y una escritura indisciplinada que, después de horas de concentración, resulta cansada. Y si no es eso, hay que regar el jardincito, limpiar los cristales, tirarse durante horas frente al ventilador... Incluso si al lado de Paulina hago lo mismo, se vive mejor en compañía.

En esta ocasión, el caballete de la sala posee incrustada una acuarela que retrata un paisaje selvático de horror y belleza. Tras admirarlo por última vez, solitario, salgo con mi bicicleta rumbo a casa. Junto con Paulina, nos hemos encargado de adornar la canasta con flores de fantasía. Luce tan bonita, tan femenina, mi amiga de grandes ruedas. Una sonrisa roza mis ojos; las hebras húmedas después de haberme refrescado en el chapoteadero se me escurren por la espalda. El agua se evapora con el viento y ambiente calurosos, lo sé mientras camino.

Aún yazgo confundida en cuanto a Elías. Parece un sueño lejano, impalpable. Huidizo y frágil como un ave. Aquella imagen me gusta. Intento reunir la mayor cantidad de ideas a partir de mi musa, al tiempo que disfruto sencillamente del verano y la sensación febril.

Entonces pretendo montar la bici, peleando con el short blanco que parece subir demasiado por mis muslos. Tiro de la tela, me arrepiento en medio del viento. La blusa azul de polka dots, larga y vaporosa que porto me ayuda a cubrir un poco mis piernas temblorosas. Y mis divagues carecen de importancia... hasta que observo aquella escena.

Sin querer soy testigo de un cuadro precoz que pretendía ser oculto, íntimo... o por lo menos discreto. Supongo que mi cualidad de observadora en esta ocasión decide jugarme una mala broma, o quizá es simplemente necesario que lo presencie en forma de epifanía. La musa que silba a mi oído sus poesías voluptuosas lo decreta.

Todo ocurre en el instante en que decido tornar mis ojos al callejón cercano a la residencia.

Allí distingo una silueta familiar. Es Eli, de falda blanca y cabellos desbocados. La ninfa da con sus labios de durazno una caricia larga y persistente en la boca de otro joven alto y rubio. Yo los veo perpleja por segundos que parecen años, incapaz de huir o siquiera reaccionar. Observo la mano artista asiéndose al pecho ajeno, el pie coqueto que se balancea y asoma bajo la bambula, los ojos cerrados... y luego la mirada tornasol de Elías que se entrelaza con la mía culminado el beso. Solo entonces, con el contacto directo y erizada por el susto, abandono el sitio lidiando con el ardor de mis mejillas.

Oh, niña víctima del encanto voyeour, hubiese deseado fotografiar aquel momento. Temo olvidar la imagen que minutos antes era tan vívida, tan colorida y reveladora.

Ando distraída. Una conductora incluso me insulta por mi torpeza. Entonces decido detenerme en un pequeño parque antes de llegar a casa. Allí, meciéndome en los columpios, siento al viento acallar mis emociones hirvientes. No es desamor. No yace ni cerca de la repulsión. Es como una polilla retorciéndose y carcomiendo las vísceras en mi interior, pero ni siquiera distingo en qué órgano se encuentra. ¿Bajo las costillas? ¿Dentro del estómago? Con el aire purificando mis ansias, llego a mi morada. Desearía gritar lo que vi. Desearía contarle todo a mi madre desesperadamente... pero me contengo por prudencia.

Existen vivencias juveniles de las que los adultos simplemente no pueden enterarse. O al menos eso piensa el fervor adolescente que, en realidad, se encuentra asustado. Ansiosa, redacto todo en mi libreta: Eventos, colores, personajes, escenario, y emociones a flor de piel. Al final, lo que queda en las hojas es una narración exaltada.

Después solo miro al jardín. Solo pienso en la mirada encontrada.

Me siento muy avergonzada.

Durante la siguiente semana, sin explicación alguna, corto toda comunicación con los Durand.

Sobre el despertar de la sensibilidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora