Insostenible

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¿El señor Holmes le creía un estúpido? Por su puesto, el tonto inspector Lestrade que no puede darse cuenta sobre lo que ocultaba en su bolsa o aquello que estaba ardiendo en la chimenea y había sido arrojado a lo más profundo por el doctor Watson. Lestrade dio una patada al asfalto. Sí, era obvio que su inteligencia jamás se compararía con la de ese hombre, pero eso no quería decir que necesitara tratarlo como un estúpido. El señor Holmes abusaba de su posición, pues si Scotland Yard no lo necesitara, muy seguramente ya habría ido a la cárcel, no solo por omisión de palabra, sino por robo de pruebas y provocación verbal a casi cualquier oficial.

Lestrade caminó mucho más rápido buscando un poco de tranquilidad. Se sentía tan frustrado, poco era lo que faltaba para que comenzara a correr. Se dijo, a unos pasos de doblar la esquina, que iría hasta el parque para darse un respiro de tranquilidad entre los altos y frondosos árboles. No obstante, como casi siempre en toda su vida, las cosas no estaban a su favor. Al doblar la esquina se había encontrado con una pared cubierta de tela oscura, y no solo eso, la sorpresa de saberse empujado había extraído de su garganta un para nada varonil gemido, sí, porque eso había sido más un gemido que otra cosa. Mientras deseaba que un agujero se abriera de la tierra y que en la trayectoria de su viaje hasta el suelo ese hoyo se lo tragara completito, el tipo con quien había chocado le salvó de pasar aquella vergüenza a cambio de una mucho más grade.

Al cielo dio gracias al saber que la calle estaba totalmente vacía, no podría dormir por la noche a sabiendas de que alguien lo hubiera visto en aquella bochornosa posición, entre los brazos de un hombre que le sacaba por lo menos tres cabezas de ventaja. Él no era un hombre alto, y en lo posible trataba de convencerse de que la altura no lo es todo. Sin embargo, teniendo a ese tipo prácticamente cargándolo por la cintura estando mucho-muy inclinado sobre él, su pequeña altura volvió a ser uno de sus mayores complejos.

Abrió con rapidez los ojos y con la misma velocidad se alejó de él, por más vergüenza que sintiera al mirar hacia arriba para ver directamente al hombre no se le pasó desapercibido el que aquellos ojos grises se le hacían demasiado familiares, aunque quizá los de él eran más fríos, más calculadores. El hombre parpadeó un par de veces, Lestrade se sintió evaluado bajo aquella mirada escrutadora. Quiso disculparse pero se sentía abrumado y ya había estado demasiado tiempo cerca de un hombre que le hacía sentirse pequeño, no solo intelectualmente hablando, y el estar una vez más siendo tal vez juzgado, era algo que no le agradaba ni un poco. Dio media vuelta, y con todo el orgullo que aun creía conservar, trató de seguir con su camino.

Pero, a tan solo un paso de aquel alto hombre con los calculadores ojos grises, fue obligado a detenerse.

—Lamento mi torpeza, le ruego que me perdone. —A Lestrade se le erizaron los cabellos de la nuca. Jamás en toda su vida había escuchado un tono de voz tan... tan amable, suave, profundo y estaba casi seguro, un Rey debería escucharse así. Se sonrojó. ¿Qué diablos estaba pensando?

—La culpa ha sido mía, con su permiso —el detective intentó tener su brazo de regreso, pero llegó a ser solo eso, un intento. El hombre tomó su mano entre la suya y para sorpresa, susto y vergüenza de Lestrade, la besó. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Con el permiso de quién? ¿Desde cuándo Lestrade se había convertido en una damisela? Mierda, él veía cadáveres todos los malditos días. Puede que fuera pequeño, que su rostro no fuera el más varonil, que su voz no fuera la más gruesa, que su físico no fuera el de un dios griego, ¡pero aun así! Qué maldita sea pasaba por la cabeza de ese tipo al hacer esa clase de cosas, era algo que Lestrade se preguntó indefinidas veces. Lo que apenas vagó un microsegundo por su mente fue la pregunta sobre por qué su corazón latía tan rápidamente.

—Por favor, caballero, deje que le recompense adecuadamente por mi torpeza. —Lestrade una vez más intentó recuperar su brazo, y aun si pudo conseguirlo, la sensación en su mano de la calidez dejada por los labios ajenos le recorrió hasta la punta de los pies. Había algo malo en él y en el alto hombre de ojos gris acero, de eso no cabía la menor duda. El problema era que no sabía exactamente quién estaba más mal, si él mismo por asentir a la proposición aún no anunciada o el hombre por hacerla.

El aura de depredador que rodeaba al sujeto que había tomado nuevamente posesión de la mano de Lestrade no permitía el adecuado estudio de la situación. Lestrade sentía, más que cualquier otra cosa, el hombre frente a él lo devoraría sin pensarlo dos veces si es que llegara a negar alguna palabra de sus labios. Y su instinto de supervivencia le hacía desear salir lo más vivo posible de las garras del tipo de los ojos gris hielo.

Porque Lestrade no quería ser comido.

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