ºCapítulo 10º

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—Ya te dije que estoy bien.

—¡No estás bien, Kagome! Mírate, estás completamente sucia.

—Lo sé, pero se arregla con un baño. Además…

—Y la ropa arruinada —agregó.

Kagome hizo un pequeño gesto de disgusto ante esto último.

—Compraré uno nuevo —silencio—, te lo prometo —añadió para dar credibilidad a sus palabras. No le agradaba la idea de que le regalaran uno, se sentiría en deuda.

Kikyo la miraba con algo de recelo, pero al ver la súplica en los ojos de la azabache acabó cediendo con un suspiro a la vez que le permitía entrar en la cabaña.

—Está bien, entra. Intenta no ensuciar mucho el piso, Kaede acaba de limpiarlo.

Kagome asintió mientras que caminaba cuidadosamente por la estancia. Llegar a la aldea le había llevado más tiempo de lo esperado al tener que evadir el sendero convencional a causa del barro y acabó enredándose en una que otra telaraña del lugar, volviendo a desviarla de su objetivo. Miró distraídamente por la ventana del salón y se perdió en los árboles que acaparaban la mayor parte de su visión.

—¿Qué estará haciendo ahora? —murmuró— ¿A dónde se habrá ido?

—¿Has dicho algo? —Kikyo miró sobre su hombro, solo para encontrarse con que la joven se había detenido a medio camino— ¿Kagome?

—¿Eh? No, nada —la pelinegra la miró sin confiarse mucho de su respuesta—. Solo… pensaba en lo agotada que estoy —y no mentía del todo.

—He mandado a Kaede a prepararte un baño así que no se te ocurra dormirte hasta hacerlo. Hoy podrás descansar, cuando termines me dirás lo que has hecho anoche y por qué te fuiste —añadió mientras retomaba su andar.

—Gracias, Kikyo —susurró con sincera gratitud, pero la mujer no contestó.

Siguieron caminando entre los pasillos hasta que llegaron a la habitación de la colegiala donde Kikyo le ordenó desvestirse y colocarse la yukata de baño. Tampoco es que ella muriera de ganas por seguir vestida con esa ropa tan sucia, ¡Agh! Un poco más y se arrancaba la piel en busca de algo de alivio. La sacerdotisa salió para darle privacidad y procedió a desvestirse lentamente. El frío y la humedad no eran buenas para la piel, sentía todo tan entumecido que era como intentar mover peso muerto.

    Se quitó el kosode para quedarse con los vendajes que cubrían su pecho y procedió a desanudar el pantalón. Sus tobillos tropezaron con la pesada tela a causa de la humedad que seguía conservando y no le quedó de otra que sentarse en el suelo mientras terminaba de sacarse la estorbosa prenda junto con los vendajes. Sintió el frío del lugar golpear su cuerpo y sus pezones endurecerse al igual que sus pechos.

—Así parecen más grandes —rio.

Volvió a enderezarse y tomó la bata de la época para abrigarse un poco. Miró el interior de la habitación completamente en orden, probablemente Kaede había tenido que hacer el aseo de su cuarto esa mañana. Luego le daría unas monedas de cobre a la niña, dulces tal vez.
     Se sintió tan sola en el oscuro lugar que tuvo el impulso de querer salir corriendo y volver al bosque en busca de su compañía. No estaba acostumbrada a estar sola, le temía a la oscuridad y si bien nunca se había mostrado realmente aterrada era solo porque siempre estaba acompañada. Él siempre velaba su sueño, así sea que estuvieran peleados o en distintas épocas —porque siempre las ingeniaba para ir a verla por la noche y ella lo  sabía, pero se hacía la tonta para proteger el tonto orgullo del chico—, nunca la dejaba sola o si tenían que separarse le encargaba su seguridad a Sango y en ocasiones a Miroku. Oh, cuánto añoraba sentirse nuevamente así de protegida.
    Pero había desaparecido. Sí, porque en cuanto se deshizo de la perla decidió hacer lo mismo con las demás, no sabía si realmente algún día volvería a ese tiempo o si no habría ninguna paradoja en el espacio-tiempo. Se despidió de las perlas como si fuesen sus amigos. Como si la perla morada fuese a darle a Sango su tan querido hermano, como si Miroku fuese a curar su agujero negro con la azul… como si InuYasha fuese a ser feliz con Kikyo gracias a la rojiza. Las arrojó a todas y cada una de ellas con inmenso dolor, sintiendo que realmente dejaba ese universo junto a sus amigos como un increíble e irrepetible sueño. Contuvo sus ganas de llorar en repetidas ocasiones a duras penas, manteniendo la compostura que en esos momentos le hacía falta. Conservó la perla rosácea que mantenía oculta en una de sus mangas como símbolo de su promesa, de su misión. Una promesa hacia sus amigos, hacia su familia, hacia el InuYasha de esta época, una promesa de volver algún día al lado de todos ellos o, al menos, dejar las cosas mejor de lo que las encontró.

¡𝑶𝒕𝒓𝒂 𝒗𝒆𝒛!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora