Christiane

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CHRISTIANE.

Ya no me importaba abusar de mi padre. De todos modos, desde hacía un tiempo, se había puesto desconfiado y algo sospechoso. Creo que esperaba la prueba decisiva. No tardó en hallarla. Una tarde me di cuenta que no tenía droga para la mañana del día siguiente. Me era imposible salir, mi padre estaba en casa. Llamé a escondidas a Henri y quedamos de juntarnos en Gropius. Mi padre me sorprendió delante de Schlückspecht. Henri se arrancó pero mi padre descubrió la droga.

Confesé todo. Comencé por mis relaciones con Henri. Ya no me quedaban fuerzas para mentir. Mi padre me ordenó que llamara a Henri para decirle que nos juntáramos al día siguiente en el Parque Hasenheide para pedirle más droga. Le quería hacer una encerrona. Luego se dirigió a la estación de la policía, les contó todo y exigió que fuesen a arrestar a Henri al parque. Le respondieron que ellos no podían actuar de esa manera. Había que proceder a realizar una redada en grande y organizarla de otra forma, ese tipo de operaciones no se organizaban de la mañana a la noche. Entonces no estaban terriblemente interesados a un "sobornador de menores", fue la expresión que utilizó mi padre. Era demasiado trabajo, me quedé muy contenta de que no me endosaron el sucio rol de provocadora.

Siempre pensé que el día que mi padre me descubriera me dejaría medio muerta tirada en la baldosa. Pero su reacción fue muy diferente. Me pareció embargado por la desesperación. Casi tanto como mi madre. Me habló con mucha suavidad. Había terminado por comprender que aunque yo no lo deseara era difícil que me deshiciera definitivamente de la heroína. Pero no abandonó la esperanza de alejarme del vicio. Al día siguiente me encerró de nuevo en el departamento. Se llevó a Yianni. Nunca más lo volvería a ver. Tuve una abominable crisis de abstinencia. Al mediodía ya no pude contenerme y llamé por teléfono a Henri. Le supliqué que me trajera heroína. Como la puerta de entrada estaba con llave, haría descender una cuerda desde mi ventana, desde el onceavo piso. Terminé por convencerlo. Me pidió a cambio le escribiera una carta de amor y que se la hiciera llegar con uno de mis calzones. El no daba jamás algo a cambio de nada. ¿Acaso no era un hombre de negocios?

Registré el departamento en busca de todo lo aquello que pudiese oficiar de cuerda y di con unas cuerdas de plástico para envolver la ropa del lavado y otra de la bata de levantar de mi padre. Las anudé juntas. El trabajo era interminable: había que hacer muchos nudos y probar permanentemente para comprobar si resistirían la prueba. El asunto, además, era fabricar un cuento con la suficiente longitud. Después garabateé la famosa carta. En plena crisis de abstinencia.

Henri llegó puntual a la cita. Saqué del armario un calzón bordado —estaba bordado por mis propias manos— lo embutí, al igual que la carta, en la caja de mi secador de pelo y lancé mi despacho aéreo por la ventana desde el cuarto de los niños. Y funcionó. Henri cogió lo suyo, metió la bolsita con la droga en la caja. Muchas personas se interesaron en nuestro cambalache pero Henri no parecía molesto. En lo que a mí se refería, pues yo estaba en mi onda propia, lo único que me interesaba era la droga. El resto me importaba un pito. Finalmente, mi encargo estaba en mis manos. Me apresuré a inyectarme cuando sonó el teléfono. Era Henri. Había un malentendido: quería un calzón usado. Yo tenía la heroína y todo lo demás me daba lo mismo. Para que el tipo me dejara tranquilo cogí el calzón más viejo que tenía y se lo puse en la cesta de la ropa para lavar. A continuación la tiré por la ventana.

El asunto fue a parar a un matorral. Henri parecía dispuesto a irse sin el envío pero finalmente se lanzó en su búsqueda. El tipo estaba completamente chiflado. Después del cuento de la cuerda me enteré que hacía tres semanas que estaba bajo orden de arresto. Los policías, simplemente, no habían contado con el factor tiempo para apresarlo. Su abogado también le había advertido que estaba metido en un asunto peliagudo. Pero cuando se trataba de chicas, Henri perdía completamente la cabeza. Me tocó ser testigo de su proceso. Dije la verdad. Por un lado, me deshice de él como de varios clientes. Por el otro, sentí lástima y me costó declarar en su contra. En todo caso, el no era peor que los otros traficantes: esos sabían que los toxicómanos dependíamos de su dinero para comprar la droga. Todos ellos eran asquerosos. Pero Henri sufría de una drogadicción perversa. Su droga eran las chicas. Yo creo que el lugar que le correspondía calzaba perfectamente mejor con una clínica psiquiátrica en vez de una cárcel. Henri G. fue condenado el 10 de febrero de 1978 por el Tribunal de Mayor Cuantía de Berlín a permanecer en prisión por un período de tres años y medio por proveer de drogas a Babsi y a mí así como atentar en contra del pudor de una menor.

Los niños de la estación Zoo - Yo, Cristina F.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora