Christiane

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CHRISTIANE.

Pasé mis primeros cuatro días en casa de mi abuela con síndrome de abstención. Desde que fui capaz de levantarme, me vestía con el uniforme de los toxicómanos: chaqueta de piel, botas con tacones súper altos. Y salía a pasear al bosque con el perro de mi tía. Todas las mañanas era el mismo cuento: me disfrazaba y me maquillaba como si fuera a la Estación del Zoo y después me iba a pasear por el bosque. Mis tacones altos se enterraban en la arena, tropezaba cada diez pasos, y a fuerza de caerme me había llenado de moretones. Pero cuando la abuela me propuso darme unos "zapatos para caminar" los rechacé horrorizada— la sola expresión de "zapatos para caminar" me repugnaba.

Me di cuenta, poco a poco, que mi tía recién había cumplido los treinta años, era una persona con la que se podía hablar. Igual no me atrevía a contarle mis verdaderos problemas. Por lo demás, no estaba muy ávida de conversar ni de pensar. Mi verdadero problema se llamaba "droga" y todo lo que se relacionaba con ésta: Detlev, la Scene, la Kundamm, tocar fondo, no estar obligada a pensar, ser libre. Intentaba no pensar mucho, también sin droga. En realidad, no pensaba más que en una sola cosa: pronto te mandarás a cambiar. Pero, al contrario de otras ocasiones, no planifiqué ninguna evasión. Sólo estaba consciente de que algún día dejaría el campo. Pero, en el fondo, tampoco lo quería hacer, realmente. Tenía demasiado miedo de aquello que durante dos años había conocido como "libertad".

Mi tía logró apresarme como si estuviese dentro de una apretada malla de prohibiciones: tenía quince años, pero si por casualidad me daban permiso para salir, tenía que estar de regreso a las nueve y media de la noche. Yo desconocía todo eso a partir de los once años. Aquello me exasperó. Pero, curiosamente, cumplí casi siempre con todas las reglas. Fuimos a realizar compras de Navidad a Hamburgo. Partimos en la mañana temprano. Nos dirigimos a las grandes tiendas. Fue horroroso. Uno tardaba horas en transitar dentro de todo ese gentío de pueblerinos miserables que intentaban atrapar algún objeto, y que luego hurgaban en sus suculentas billeteras. Mi abuela, mi tía, mi tío y mi primo estaban en la sección trapos. No encontraron regalos para la tía Edwige, para la tía Ida, Joachim ni para el señor ni la señora Machinchose. Mi tío buscaba un par de plantillas para el calzado y después nos llevó a ver los autos, así podríamos contemplar el coche que deseaba comprarse.

Mi abuela era muy pequeñita, se puso a luchar con tanta animosidad en las grandes tiendas, que terminó por perderse entre aquellos conglomerados humanos. Tuvimos que partir en su busca. De tanto en tanto, me encontré completamente sola, y por cierto, pensé en desaparecerme de allí. Ya había localizado una Scène en Hamburgo. Me bastaba con salir a la calle, entablar conversación con uno o dos tipos respecto de la droga y todo continuaría como antes. Pero no me decidí porque no sabía qué era lo quería, en realidad. Por supuesto pensaba: "Miren a todas esas personas: lo único que las hace vibrar es el hecho de comprar y correr en medio de las grandes tiendas". Era preferible reventar dentro de un asqueroso WC que convertirme en uno de ellos. Y sinceramente, si en ese instante me hubiera abordado un adicto habría partido.

Pero en el fondo no quería irme. Cada vez que me sentía tentada a huir, le suplicaba a la familia que me llevara de regreso a casa. "Ya no puedo más. Regresemos. Podrán hacer las compras sin mí". Pero ellos me miraron como si estuviera a punto de volverme loca: para ellos, hacer las compras navideñas era, sin duda, la época más entretenida del año. En la noche, no pudimos encontrar el auto. Corrimos de estacionamiento en estacionamiento, y ni sombra del cacharro. Por mi parte, valoré aquella situación en la que estábamos todos juntos, nos habíamos convertido en una comunidad. Todo el mundo hablaba a la vez, a cada cual se le ocurría una idea diferente, pero teníamos un objetivo en común: encontrar ese detestable cacharro. Se me ocurrió que todo ese cuento era muy divertido y no paraba de reírme, mientras los otros estaban cada vez más desconcertados. Comenzó a hacer frío, mucho frío, todo el mundo se puso a tiritar menos yo: mi organismo había sufrido cosas peores. Para colmo, mi tía se fue a instalar delante del calefactor de aire caliente que estaba a la entrada de Karstadt y se negaba a moverse un milímetro de allí. Mi tío se vio obligado a arrastrarla por la fuerza desde su cómodo refugio. Todo el lío acabó cuando encontramos el famoso auto y el asunto terminó con una risotada general.

Los niños de la estación Zoo - Yo, Cristina F.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora