La madre de Christiane

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LA MADRE DE CHRISTIANE.

¿Cómo fue posible que no me diera cuenta de lo que le ocurría a Christiane? Me he hecho esa pregunta en numerosas ocasiones. La respuesta es simple: me hizo falta mantener un contacto permanente con otros padres para asumir la realidad. No me quería rendir ante la evidencia de que mi hija se había iniciado en las drogas. Así de simple. Mantuve los ojos cerrados el mayor tiempo que pude.

Mi pareja, —el hombre con el que vivía después de mi divorcio— estaba sospechoso de la situación hacía tiempo. Pero yo le decía: "Son ideas tuyas. Ella nos es más que una niña". Ese fue, sin dudas, el error más grande: uno se imagina que sus hijos son incapaces de estar involucrados con las drogas. Yo comencé a preguntarme porque Christiane, evitaba cada vez más el contacto con nosotros, y partía los fines de semana con sus amigos en lugar de realizar cualquier actividad con la familia. Al cabo de un me pregunté a mí misma porque ella actuaba así. Me tomé las cosas muy a la ligera.

Sin duda, cuando uno trabaja, no se preocupa lo suficiente de lo que les sucede a nuestros hijos. Uno ansía conservar la paz y en el fondo está contenta de verlos seguir su propio camino. Por cierto, Christiane llegaba, en ocasiones, con retraso. Pero ella siempre me daba una buena excusa y yo tendía a creer lo que ella me decía. También traté de justificar su creciente rebeldía como algo típico de su edad y pensaba que se le iba a pasar.

Yo no quería ser exigente con Christiane. Personalmente, sufrí mucho en mi adolescencia por ello. Tuve un padre extremadamente severo. En el pueblo de Hesse, en el que nací, era un ciudadano notable, dueño de una cantera. Su educación consistía exclusivamente en prohibir. Si yo tenía la desgracia de hablar con muchachos— sólo conversar con ellos—, ya era merecedora de un par de bofetadas. Jamás olvidaré la tarde de un domingo en particular. Yo me paseaba con una amiga. Dos muchachos nos seguían, a unos cien metros de distancia. Y de pronto, por casualidad, pasó mi padre por allí. Se detuvo en seco, bajó de su auto, y me dio una bofetada en plena calle, me introdujo en el auto, y me llevó de regreso a casa. Todo eso porque dos muchachos caminaban detrás nuestro. Eso me sublevó. Tenía dieciséis años en esa época y sólo penaba en una cosa: en cómo abandonar Hesse.

Mi madre era una mujer con un corazón de oro. Pero ella no tenía derecho a opinar en estas cuestiones. Yo soñaba con convertirme en una mujer culta, pero mi padre me obligó a realizar estudios de comercio para que así pudiera llevar la contabilidad en su empresa. Fue en esa época que conocí a mi esposo, Richard. El tenía un año más que yo y recibía instrucción agraria para dedicarse a la administración de empresas. El también estudiaba para satisfacer los deseos de su padre. Al comienzo, lo nuestro se inició como una relación amistosa solamente. Mi padre decidió impedir que me viese con él. Y mientras más se obstinaba, más me empecinaba yo en contra suya. Al final de cuentas, no veía más que una solución para conquistar mi libertad: quedar encinta y obligar a Richard a que se casara conmigo.

Tenía dieciocho años cuando esto ocurrió. Richard tuvo que suspender sus estudios y nos fuimos a instalar al Norte, al pueblo en el que vivían sus padres. Nuestro matrimonio fue un completo fracaso. Desde el comienzo, no podía contar con mi marido a pesar de mi embarazo, me dejaba sola durante noches enteras. El sólo pensaba en su Porsche y en sus grandes proyectos. Ningún trabajo le parecía digno de su persona. El quería ser, a toda costa, un individuo destacado. Repetía constantemente que antes de la guerra su familia había sido prominente y que sus abuelos eran propietarios de un diario, de una joyería, de una carnicería y de algunas haciendas.

Aseguraba que el podía perfectamente llegar a tener su propia empresa. En ocasiones, se obstinaba en montar un negocio de transportes, después en la venta de automóviles y también en asociarse con un amigo en un negocio de horticultura. Pero en la realidad, el nunca llegó más allá de los contactos preliminares. Y en la casa, se desquitaba con las niñas.

Los niños de la estación Zoo - Yo, Cristina F.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora