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El chico llamado Miquel entra, prendiendo las velas y alumbrando así la habitación

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El chico llamado Miquel entra, prendiendo las velas y alumbrando así la habitación. Eso me indica que es de día. Me doy cuenta, mirando la forma en que las llamas bailan, que hecho tanto de menos la luz del sol que su solo recuerdo me causa un vacío en el pecho.

¿Cómo pude uno extrañar cosas tan pequeñas que nunca se paró a apreciar?

—¿Te duele mucho? —pregunta señalando mis tetillas. Miro hacia abajo con horror, aunque por suerte la noche las ha mejorado bastante.

Rojas como cerezas, hinchadas y con pequeñas hendiduras donde la pinza las mordió. Asiento levemente y el chico pasa al frente con un cubo con agua jabonosa y unos cuantos trapos.

Los pasa en silencio por mi cuerpo, refrescándome de una forma que me reconforta. Cuando toca mis pezones y yo exhalo con un ruido de dolor, él retira el paño y lo hace más gentilmente.

—¿Has vuelto a decirle que no obedecerás? —asiento, debería hacerlo con orgullo, pero no puedo. Solo me siento idiota. —Ya veo... ¿Por qué odias a los vampiros?

—¿Por qué tú no? Deberías.

—No debería ¿Qué razones hay?

—Son malvados, solo sirven para matar, para hacer daño, para destruir y torturar.

—Son buenos en eso, sí, pero porque están diseñados para ello. Tampoco significa que siempre hagan esas cosas. Ahora parecen más malvados porque la guerra endurece a todos, pero puedo asegurarte que ellos son personas, igual que tú y yo. —niego con la cabeza. A las personas les late el corazón, a las personas la muerte las deja en la tumba. Las personas sienten. Ellos no son personas.

—Son viles...

—Si lo fueran ya estarías muerto, igual que yo. —dice algo más serio, tirando los trapos al cubo y comenzando a secarme con especial cuidado. Su rostro está llano de apatía cada vez que hablo.

—Precisamente por eso lo son. Solo me mantienen vivo para torturarme, para hacer de mi vida un infierno.

—¿Por eso te dan la oportunidad de obedecer y no recibir daño alguno? —sus palabras son como un golpe directo en la nuez, durante un segundo me desconcentran y yo mismo me hago esa pregunta.

—Es una trampa, si me someto a él acabaré igual o peor.

—Yo soy el esclavo de un vampiro ¿Acaso luzco como tú? —lo miro de arriba abajo y no sé siquiera como defenderme.

Está estupendo, obviamente bien alimentado, vestido e incluso su piel está bronceada. Ve el sol.

Agacho la cabeza, sin nada que decir. Mis principios no me dejan abandonar esta testarudez; está mal, no sé por qué, pero lo siento.

Él se inclina hacia mí, poniéndose puntillas para alcanzar los agarres metálicos. Cuando los libera y caigo al suelo él pasa un paño húmedo por mis muñecas.

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