Lidia

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Al despertar, le costó recordar lo que había pasado, pero en cuanto vio sus manos atadas lo recordó todo y comprendió que estaba en problemas. Se notaba la cara hinchada, ahí donde le habían dado puñetazos, y los brazos apenas los sentía. No sabía si esto último era por que los tenía fuertemente atados, o por los golpes que se había llevado, pero lo que sí sabía era que no saldría con vida de ahí.

Se encontraba en una cueva iluminada por una única hoguera, la única salida estaba vigilada por dos hombres fornidos apostados en lo que bien podría ser una rudimentaria puerta; unos cuantos listones de madera rotos atados precariamente con cuerdas.

La tenían sentada en el suelo, con la espalda contra la pared, y las manos atadas por detrás. Los pies los tenía libres, pero no podría ni levantarse sin ayuda, estaba dolorida por todas partes y hasta respirar le costaba mucho esfuerzo. Era más que probable que le hubieran roto una o dos costillas.

Se le pasó fugazmente por la cabeza la idea de levantarse y salir corriendo, pero la desechó en un momento; jamás podría con esos dos hombres que había en la entrada de la cueva. La única opción que tenía era quedarse sentada a esperar a ver qué sucedería a continuación. Tenía miedo, pero no tanto como pensaba que iba a tener. Si no la habían matado todavía, era porque buscaban algo de ella, y se lo sacarían como fuera.

Se pasó el tiempo cavilando en sus posibilidades y dormitando a ratos, pero siempre se despertaba con una tos muy fuerte para luego escupir una flema de sangre. Pasó el tiempo, y para Lidia fue como si fueran días, y los hombres de la puerta seguían sin moverse de ahí, observándola desde la distancia.

Cuando pareció que había llegado la noche, uno de los hombres abrió la puerta y salió por ella, y el otro se quedó tal como estaba, inmóvil, mirando fijamente a Lidia. Parecía un robot.

De fuera le llegaron ruidos de pisadas, y algo pesado que se arrastraba por el suelo.

En un abrir y cerrar de ojos, el hombre que había salido de la cueva volvía a estar en ella. Le dijo algo al otro hombre, y ambos salieron de la cueva.

Lidia se volvió a plantear su huida, pero al tratar de levantarse, se dio cuenta de que tenía el tobillo roto, y que no podría andar ni correr.

Trató de zafar sus muñecas de las cuerdas que las ataban, pero las cuerdas estaban demasiado apretadas y no podía moverlas apenas.

Antes de que pudiera seguir intentando escapar entró una mujer corpulenta en la cueva. Cuando vio a Lidia sonrió, y Lidia se percató de que tenía la mayoría de los dientes rotos, y que le faltaban algunos. Tenía el pelo por los hombros totalmente enmarañado y sucio, y Lidia podía oler su hedor desde donde estaba. Tenía algo en su forma de mirarla que la imbuía temor, como un brillo maquiavélico, con un toque de demencia. Al verla, Lidia se dio cuenta de que empezaba a caer en una espiral sin fin de miedo.

La mujer se le acercó dando trompicones, y se agachó justo delante de ella. Levantó una mano y le acarició una mejilla. Lidia trató de apartar la cara, pero la mujer la agarró con la otra mano la mandíbula, y Lidia creyó que se desmayaría del dolor, pero no tuvo esa suerte.

- Bonita.- La mujer  tenía una voz profunda y gutural, como si no hubiera hablado en milenios.

No le dio mayor importancia a Lidia en aquél momento, se levantó y se encaminó hacia la portezuela.

- ¡Vamos!- Rugió.- ¡Ya!- Y los hombre volvieron a entrar en la cueva, arrastrando una montaña tapada con una tela.- Lo quiero ya.

Los hombre llevaron la carretilla improvisada de palos y trozos de madera justo delante de la hoguera y tiraron de la tela. Ahora Lidia deseaba con más fuerzas haberse desmayado. Debajo de la tela, en la carretilla improvisada, había media docena de niños, todos fuertemente atados como Lidia. Algunos habían tenido suerte y no les habían pegado una paliza muy grande, pero había otros que tenían la cara igual de hinchada que Lidia, o incluso más. Todos los niños tenían el miedo pintado en sus ojos, miraban a la mujer y luego a los dos hombres, y luego volvían a mirarse las manos y los pies. 

La mujer les hizo señas a los dos hombres, y atrancaron la puerta desde dentro de la cueva, de tal forma que nadie pudiera entrar.

Cuando terminaron de atrancar la puerta, los dos hombres empezaron a coger las mochilas que los niños portaban, y a vaciarlas en el suelo, al lado de la hoguera, bajo la atenta mirada de sus dueños. Fueron separando los objetos que había dentro, y luego los colocaron en otro punto de la cueva, al lado de una de las rocosas paredes. Mientras tanto, la mujer había sacado un objeto que emitía una luz de muy poca intensidad. El objeto era cuadrado y le sobresalían cables por todas partes. Lidia se fijó en que el objeto tenía algo parecido a una óptica.

Fue pasando niño por niño mirándoles los antebrazos, todos con heridas frescas de un tajo rápido y limpio. Les pasaba el objeto a tres centímetros de distancia de la piel, y el objeto emitía una luz roja o verde dependiendo de cada niño. A los que les salía una luz verde, los ponía al lado de la hoguera, a los que les salía la luz roja, los dejaba montados en la carretilla.

Cuando terminó, tenía a cuatro niños al lado de la hoguera, y a dos en la carretilla todavía. Guardó el objeto en uno de los bolsillos de sus anchos pantalones, y sacó una pistola de otro bolsillo.

- Lo siento, no tengo nada en contra de vosotros.- Recargó el arma.- O quizá si, ¡ja!

Y disparó primero a la niña que tenía más cerca. Cuando el otro niño que aún estaba vivo empezó a suplicarle por su vida, le disparó primero en una pierna para que se callara, y luego le disparó en la cabeza. Acto seguido se volvió a los niños que tenía cerca de la hoguera. Uno o dos estaban llorando, otro no paraba de temblar. Una niña solo era capaz de decir "no" mientras negaba con la cabeza.

- A vosotros os espera exactamente el mismo destino, ya lo veréis.- La mujer echó una carcajada y se volvió hacia sus compañeros.- ¿Vosotros que opináis?

- Que cuanto antes se termine esto, menos lloros tendremos que aguantar.- Dijo uno de ellos. Eran los dos hombres prácticamente iguales, llevaban el pelo rapado, tenían los ojos oscuros y fríos, las manos fuertes y grandes, y una altura de casi dos metros.- Yo los mataría a todos ahora mismo.

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