Séptima parte

26 3 0
                                    



       —Riiiiiing... Riiiiiiiiiiiiing...

        El sonido del timbre lo trajo de nuevo a la realidad. «Debe ser el cerrajero —pensó— ¿quién más podría venir a verme?»

        —¡Estoy encerrado! —gritó con ironía.

        No se escuchó ninguna respuesta, tampoco le importaba. Solo quería salir de ahí. Para ese momento ya hacía unas horas que había comido por última vez y hasta daba un día más de encierro en esa jaula de cemento por un mate calentito y amargo. Escuchó ruido de herramientas y un golpe metálico contra la puerta, lo que confirmó que quien estaba del otro lado de la puerta era efectivamente el cerrajero.

        Pensó que debía ordenarse un poco, acomodarse el pantalón cuya botamanga había subido para meter el pie en el agua caliente, cambiarse la camiseta que había sudado y peinarse un poco. Seguramente en poco tiempo estaría saliendo de ese cofre que lo había tenido privado de su libertad por varias horas. Podía escuchar, al menos levemente, lo que ocurría aun al otro lado de la puerta. Tenía buen oído, aunque «no debo escuchar las conversaciones ajenas» pensaba bromeando para sí mismo y recordando aquel programa de venta de los audífonos. Evidentemente ya estaba más relajado. Eran las ocho y diez, Flor seguramente ya estaría subiendo al escenario, no iba a llegar a ver todo el espectáculo, pero con suerte podría llegar sobre el final, en los aplausos. Y si se hacía al fondo, podría decirle que la había visto desde allí, que no se había acercado por la vergüenza que tenía de haberla hecho alterar en ese día tan importante para ella y blah, blah. El hambre que comenzaba a tener, le hacía casi saborear la pizza de mozzarella con jamón crudo, rúcula y queso parmesano, cortada en diez porciones perfectas, que cenarían esa misma noche. Seguramente no le iba a ser tan fácil, pero saldría «vivo» de esta, una vez más. Y recordaría esta anécdota con humor. Además, el pie lastimado ayudaría a conmoverla para que lo perdonara más rápido.

        Ordenó también un poco el baño, desde la caída había quedado ropa tirada, la toalla con la que se había secado el pie también estaba hecha un bollo. El celular estaba roto, ahora más tranquilo se arrepentía de ese repentino ataque de ira. Lo tomó en su mano y lo miró con tristeza. «En fin, tal vez aún sigue funcionando», se dijo a sí mismo con un gesto de resignación. Lo averiguaría tan pronto pudiera cargarlo. Esperaba que fuera pronto. Escuchó lo que parecía una máquina eléctrica trabajando al otro lado de la puerta, «será una con batería porque no hay dónde enchufar», pensó. «Esto me va a costar carísimo», se rascó la frente lamentándose por la desgracia que estaba pasando. El trabajo del otro lado de la puerta de calle parecía no cesar, aunque no era muy violento, como si quisieran conservar la integridad de la cerradura. «Al menos, en una de esas me ahorro eso», trató de ver el lado bueno.

        Pasados cuarenta y cinco minutos no se abría la puerta de entrada. «¿Tanto le cuesta abrirla? Debí llamar a otro, ese tipo no inspiraba confianza para nada. Igual, ya no tengo opción», trataba de calmarse pero las ansias ya le estaban afectando. Para pasar el tiempo no solo había ordenado el baño sino que también lo había limpiado a fondo. Había desinfectado el inodoro y el bidet con un trapo que encontró, limpiado el lavamanos y trapeado el piso, incluso en los rincones y detrás de los artefactos de baño. Hasta había pasado el trapo por la pared de la ducha. Ya estaba aburrido y cansado, sentado con la espalda contra la pared y el costado contra la bañera. El tiempo se le hacía eterno y ya eran cerca de las nueve. Comenzaba a tener cada vez más hambre y menos esperanzas de salir pronto de ahí. Pero la pizza no se la quitaba nadie, iría aunque fuera solo, a las tres de la mañana y rengueando.

Ellos (Cuento)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora