Capítulo 2

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Habían transcurrido poco más de seis meses desde que nos refugiarnos en un lugar más parecido a una casa de lo que íbamos a volver a ver, desde que West Batton fue arrojado de la Torre como un animal por cometer el error de ser humano. Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Arriesgamos demasiado en el pasado para poder tener una oportunidad de futuro, esperanzados y sobre todo dolidos por todo cuanto tuvimos que dejar atrás.

Pero todo sentimiento esperanzador se fue al garete en cuanto pusimos un pie en la Torre. No fue como esperábamos. Creíamos que recibiríamos un trato de igual a igual y que, por fin, seríamos libres, pero nos equivocamos como niños que se negaban en rotundo a ver la realidad.

Hemos sido tratados como inferiores y, en algunos casos, como la amenaza a exterminar. Se nos prohibió la entrada a algunas áreas específicas de la Torre, continuaron las humillaciones e insultos por haber cometido el pecado de nacer fuera de los muros de la ciudad. Impusieron toques de queda para establecer el orden. Aquellos que decidían saltárselo corrían el riesgo de pasar la noche en una celda. Jamás vi a un miembro de una clase privilegiada que había roto la norma entre rejas. Del mismo modo, a la hora de la comida, tendíamos a ser diferenciados de los ricos, agrupándonos en un extremo del comedor, como si fuésemos el veneno de la sociedad.

Durante éstos meses tuvimos que enfrentar, además del trato discriminatorio diario, las consecuencias de la caída del cometa. Nos vimos en la obligación de combatir una persistente lluvia ácida, terremotos a gran escala, tornados y la entrada en acción de geíseres, la remisión del agua traída por el tsunami, entre otras cosas. Sobrevivimos a cada desastre, aunque la estructura se resintió a causa de los daños, pero consiguió salir adelante gracias a la dedicación de cada uno de nosotros por curar sus heridas.

Pero había heridas que no podían ser curadas. Especialmente aquellas que implicaban directamente al corazón.

Hacía poco más de seis meses que me sentía muerta en vida, con el alma rota y las ilusiones hechas trizas. Tuve que aprender a hacer de tripas corazón para conseguir orientar mis esfuerzos hacia la superación de la muerte de alguien a quien se amaba. Era una realidad. La había descubierto poco tiempo después. Quería a West con todo mi corazón. No pude decírselo como me hubiera gustado hacerlo y eso me produjo fuertes ataques de ansiedad.

Tuve que estar yendo a terapia psicológica para aprender a sobrellevar este duro golpe que me dio la vida, pero aún así no fue de ayuda. Yo no quería aprender a vivir con la pérdida de West, quería aferrarme a la posibilidad remota de que aún continuara con vida, aunque cada célula de mi ser me dijese a gritos lo contrario.

Era imposible que él hubiese sobrevivido a una caída de casi doce metros. El solo impacto contra la superficie acuosa hubiese destruido sus huesos y hecho estallar sus órganos. Luego su cuerpo herido de muerte habría estado vagando por el mar, dejándose llevar por la corriente, hasta perderse en las profundidades. Él se había ido y no iba a volver. Y yo no era capaz de aceptarlo. Me negaba a hacerlo porque sabía que de intentarlo, supondría mi perdición.

Durante casi doscientos días había alimentado mi alma de una esperanza rota, colándome en la sala destinada a la tecnología para enviar mensajes de radio hacia alguien que sospechaba que no podía oírme, alguien que jamás respondía a mis llamamientos.

Doscientos mensajes habían sido enviados durante estos meses, doscientos mensajes sin respuesta que pretendían ir en aumento. No iba a rendirme tan fácilmente. La esperanza era lo único que me hacía seguir en pie y seguir adelante.

Así que como cada mañana desde hacía seis meses y medio abandoné mi dormitorio mientras la mayoría dormían y me perdí en los extensos corredores, dispuesta a ir a mi verdadero refugio. Me aseguré de no ser vista por los guardias ni por las cámaras de vigilancia y conseguí alcanzar la sala tecnológica, donde me esperaba Noah, haciéndome una seña para que me diera prisa.

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