Capítulo 6

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La alarma avisó que ya despuntaba el alba. Dentro de cada habitación de cada soldado había un altavoz programado para soltar un irritante sonido a una determinada hora. Terminé de desperezarme con una ducha. Me enfundé en el uniforme negro de soldado, dejando apartada la chaqueta para después.

Preparé un café caliente y me lo bebí de un solo trago con la mirada fija en la pared grisácea de la cocina.

Aquello más que una habitación era un cutre estudio donde la cocina estaba a tres pasos del incómodo catre. La televisión había dejado de funcionar cuando un trozo del meteorito estampó contra la antena del tejado de la Torre. El baño, con un lavabo, váter y ducha, era lo único que estaba distanciado de todo lo demás por una puerta en no muy buenas condiciones.

Aquella habitación no se parecía en nada a una suite, ni siquiera a una habitación en un hotel de dos estrellas, pero al menos era todo lo acogedora que podía ser. Y, siendo optimistas, tenía algo de libertad. Aunque tampoco disponía mucho de ella.

La jornada de trabajo de un soldado ascendía a las ocho horas diarias, cuando tenías la suerte de contar con un compañero que te relevara en el puesto. Pero en las últimas semanas se marcó un número de catorce horas, sin ser un horario fijo pues siempre podía ascender pero nunca disminuir.

Dejé la taza vacía en el fregadero, junto a las demás tazas, platos y cubiertos. Tenía que buscar un hueco para fregar aquello, así como también para limpiar la habitación.

Tomé la chaqueta que estaba colgada en el respaldo de la silla y me vestí con ella. Antes pasé las yemas de mis dedos por el escudo.

En el pasillo muchos de los soldados de mi sección salían de sus habitaciones y sin más preámbulos y ningún saludo entre ellos se disponían a ocupar su puesto. Antes de cerrar la puerta me armé con un fusil de asalto y una pistola que enfundé y dejé colgando del cinturón.

Las últimas semanas fueron un auténtico caos. Se sucedieron diversas manifestaciones y revueltas por parte del pueblo. Nadie quería abandonar su libertad. Los máximos dirigentes ordenaron emplear la fuerza y abrir fuego contra todo aquel que se rebelase contra la ley.

Se dictaron nuevas normas. Las peores fueron los castigos capitales, los cuales estaban encargados a los soldados llevar a cabo. En este trabajo, si podía ser llamado así, no podías permitirte sentir. Apuntabas al punto entre ambas cejas, mirabas a los ojos suplicantes y apretabas el gatillo. A menudo la sangre solía salpicar el uniforme, pero lo peor no era sacar esas manchas de ahí sino de la propia piel. Todos teníamos las manos manchadas de sangre.

Ocupé mi puesto en el pasillo. Mirada al frente, hombros rectos y manos delante. Mantenerse en esa posición durante horas, sin descanso, era una soberana mierda.

Habían trascurrido un par de horas cuando unos sollozos llegaron hasta mis oídos. Quise volver la cabeza a la izquierda para saber qué pasaba, sin embargo aquello supondría romper mi posición. Esperé a que el sonido llegara a mí en forma de siluetas. Una mujer sollozaba mientras era arrastrada por un guardia.

—¡Por favor, no!

Logró zafarse del atrape de su mano y echó a correr hacia atrás, aunque sin escapatoria pues la presidenta Cassandra y su mano derecha aparecieron tras la esquina. Me aclaré la garganta en voz alta y me puse recto.

—¿Qué sucede, guardia?—inquirió tras hacer un examen de la susodicha.

La extranjera llevaba las prendas grisáceas que se había ordenado llevar para diferenciarlas del resto de habitantes.

—Ha robado comida, señora.

Cassandra parpadeó varias veces, patidifusa. Se alisó la falda de tubo y ajustó los botones de su chaqueta azul marino. Avanzó un paso hacia la extranjera.

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