Sentir.

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Descubrí que no sufría por mí, sufría por los demás. Descubrí que cuando pensaba que la vida es injusta y una porquería no era mi dolor el que hablaba, era el de los demás.

Uno se acostumbra tanto a guardar sus cosas que cuando llega el momento de sacarlas para mostrarlas a alguien, cuando se da la ocasión, se estanca. Armamos un contenedor de cristal para ellas, y son tantas que dejarlas salir implica que esas emociones se crucen y generen un revuelo tan grande que podría reventar el cristal. Nos cuesta largarlas porque no sabemos que hacer con esas emociones, no sabemos manejarlas. No sabemos sentir.

No hablo por mi, hablo por esa nena de ocho años que a las dos de la madrugada esta sentada en la esquina de la cama contra la pared enumerando las cosas buenas que tiene para evitar sentirse triste, porque le tiene miedo a la tristeza. Hablo por esa nena de once que está sentada en la esquina del baño encerrada pensando y repitiendo que hay personas que la pasan peor, y que los malos ratos son inherentes a nuestra existencia para evitar sentir miedo, porque le tiene miedo al miedo. Hablo por esa nena de quince que lucha contra su insomnio y esa costumbre de encerrarse en el baño cuando siente que el miedo se acerca, que nada entre pastillas para tratar de corregir aquello que cree que tiene mal. Hablo por esa chica de diecisiete que se resignó, que sabe que no puede cambiar lo que es e intenta trabajar sobre lo que tiene, que intenta descomprimir sus sentimientos. Hablo por esa chica de diecinueve que está intentando aprender a sentir, aprender a vivir. Hablo por vos, que le tenes miedo a tus sentimientos.

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