2. Ad mortem

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Momentos antes

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Momentos antes.

Enormes muros con pilares que se erguían hasta la superficie. Extensos bancos de algas, creciendo como bosques submarinos. Edificaciones de calcita con adornos de oricalco. Transportes de kandrita, abastecidos por el Gran Cristal. Canales hídricos conectados a cada hogar. Calles iluminadas, de flagrante belleza y diversidad, dotando de vida a la gran ciudad.

De aura dorada, torso y cabeza humana, los atlantes se diferenciaban por tener aletas y cola de pez. Distinta apariencia, pero con gran intelecto, ligado al progreso. Un cuerpo eficiente, ágil y fuerte para expandir el imperio a lo más profundo del mar. La fauna marina convivía con los pobladores de tan impresionante lugar, por desgracia, condenada al mismo final.

Esos eran los lineamientos, esa era la decisión, esos fueron los cimientos sumidos en la perdición.

Era un día normal, de aparente vacuidad, Artemira mostraba a su hijo cómo soplar el druisel. Primero ella, y luego él. Lo hacía con las manos, de a mucho cuidado. Ponía la boquilla del caracol en sus labios y soplaba aire en su interior, haciendo brotar burbujas a su alrededor. Cada burbuja llevaba un color, cada color, una canción. Cuando el niño las reventaba, el sonido brotaba, abalanzándose cual suave corriente, haciéndolo vibrar en un ritmo alegre.

Entre risas fue cuando ocurrió. El momento crítico que la historia marcó.

Hubo una gran explosión, la tierra vibró, crujió, se resquebrajó. Los grandes pilares se vinieron abajo, destruyendo el muro y el gran palacio.

Artemira sintió la muerte en su corazón, y no pensó dos veces su siguiente acción. Al salir de su hogar el terror la invadió, lo que vio, la hizo huir sin contemplación. Abrazó a su hijo y nadó, sacudiendo aletas rompiendo en desesperación.

La tierra rugía furiosa, escupiendo fuego, humo y rocas. No era la primera vez que veía arder el mar, pero nunca antes con tal intensidad. Los bancos de algas fueron consumidos, sin fundirse, sin quemarse. Desaparecieron en un instante. Los gritos de los atlantes se escuchaban lejanos, de cientos a miles cesaron. La melodía de la muerte era aterradora, pero a la vez, seductora. Avanzaba, voraz e irrefrenable cual danzante en pos de su amante. Con delirantes acordes la llamaba, la invadía, la pedía. Devoraba la vida.

Y cuando Artemira no pudo más, supo que sólo uno se podría salvar.

Juntó fuerza, valor y determinación. Envolvió a su hijo en un suave abrazo. Mas cuando la oleada de muerte le dio alcance, no hizo otra cosa sino llorar sangre. Sintió su carne arder, desaparecer; sus huesos quemaban por debajo de la piel. Pero antes de ser consumida, arrojó a su amor, lejos, con alevosía.

Un pequeño atlante se perdió hacia un abismo lejano, mientras las cenizas de su madre rezaban en tono vano. Rogaba al destino, pidiendo llevar sus plegarias en el viento marino. «Vive, Aeternum, hijo de Aedoros, príncipe del mar. Lleva contigo el Corazón de la Atlántida y levanta un reino que no sea de cristal».

 Lleva contigo el Corazón de la Atlántida y levanta un reino que no sea de cristal»

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