8. Aeternum

135 22 1
                                    


10 años después

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

10 años después.

Tres ballenas viejas, acompañadas de tres maduras, nadaban por aguas tranquilas. No había ningún macho, era un grupo antiguo, conformado por madres e hijas. Sólo una tenía cría, objetivo de la desgracia que acontecería.

Una tercia de figuras se movía silenciosa, todas en sintonía. Venían de lejos, acercándose a gran velocidad. Sus manchas blancas sobre piel negra las delataban. Eran orcas, sedientas de sangre.

La cría de ballena, ignorante de que la muerte acechaba, saltaba contenta en la superficie. Respiraba feliz, exhalando por su espiráculo, sumergiéndose y volviendo a emerger. Su madre la vigilaba, acompañada de una de las ancianas más veneradas, que nadaba junto a la nieta.

Ballena grande y pequeña, surcaban alegres las aguas azules. Todo parecía normal, hasta que el sonido de advertencia llegó en forma de un largo clic. La anciana prestó atención al momento, las cicatrices marcadas en todo su cuerpo, experiencia de su pasado, eran muestra de que sabía enfrentar el peligro.

Llamó a la cría, buscó a la madre. La gran ballena jorobada giró, para volver y reunirse con el resto del grupo, sin embargo, ya era tarde.

Las tres orcas perseguían a la madre de la cría, más allá a la distancia. La anciana lo vio, pero supo que no podría hacer nada. Las orcas eran inteligentes, cazaban en grupo, separando a individuos para devorarlos.

Lo pudo ver desde la distancia. Las tres nadaban a su alrededor, dos por los laterales, una por encima. En cuanto estuvo lo suficientemente lejos, se lanzaron contra el gigante marino. No importaba el diminuto tamaño de una orca, pues su gran habilidad le permitía desgarrar la carne y acabar con su presa sin apenas sufrir daño. Entre tres, era una tarea fácil.

El corazón de la anciana se agitó al ver la catástrofe, pero se mantuvo en calma. Sabía que la desgracia no había terminado. Y tenía razón. Cuatro orcas más aparecieron por su lateral derecho. Las habían estado siguiendo todo el tiempo, esperando el momento adecuado. No la querían a ella, de carne vieja y dura. Iban por la cría, pero sabían que la grande no lo permitiría.

Nadaban junto a ellas. La anciana guiando a la cría, que comenzaba a emitir clics de pánico. Intentaban sumergirse, pero las orcas no las dejaban. Las guiaban, dominaban su paso, a cualquier cambio de dirección las empujaban al lado contrario.

La anciana estaba nerviosa. No tendría ningún problema en enfrentarse a las orcas a costa de su vida, pero con una cría era diferente. Antaño había vencido a calamares gigantes, a otras orcas y tiburones, pero en ese entonces era joven, más fuerte e intrépida. No le gustaba admitirlo, pero sabía que su muerte estaba muy cerca.

Fue así cuando cayó la primera mordida. Estaban ya lejos del grupo, y las endemoniadas ballenas negras se lanzaron contra la cría. La anciana chilló al embestir a una, pues fue mordida por otra arrastrándola lejos. Una tercera pescaba a la cría por la cola, tirando de esta, lejos del alcance de la más grande.

Las dos jorobadas se movían desesperadas, tratando de quitarse de encima a las asesinas. Las grandes eran lentas, las pequeñas ágiles. En pocos minutos, el triste espectáculo habría llegado a su fin, de no ser porque algo inaudito ocurrió.

Las aguas del mar se mecieron, las ballenas fueron arrojadas lejos, girando sin control. Fue un gran pulso de luz, seguido del grito furioso de un hombre. Se expandió como una onda que hizo vibrar las entrañas de las orcas, haciéndolas chillar de confusión y terror. Miraron a su alrededor, sin comprender el origen de su dolor.

La gran jorobada se apresuraba a alcanzar a la cría, protegiéndola y alejándola del peligro. Sin embargo, no habían sido ellas las causantes de tal discordia, sino una silueta pequeña, una criatura única en todo el mar.

Muy cerca, observando a las ballenas asesinas, un tritón apretaba los puños, conteniendo su furia. Su cabello rojo, de longitud media, se agitaba como el fuego por obra del agua. Unos prominente y fuertes brazos humanos, dotados de aletas en los antebrazos, se conectaban a un torso desnudo con marcas branquiales en las costillas. Debajo de la cintura nacía una cola larga de escamas azules, de la cual brotaban distintos tipos de aletas pequeñas, culminando la grande y vistosa aleta caudal.

Extendiendo una mano, y sin dejar de mirar a las orcas, una nueva onda expansiva brotó de él. Un sonar potente, poderoso, las hizo chillar otra vez. Aturdidas y aterrorizadas, las orcas huyeron tan rápido como pudieron.

Un clic largo y lastimero se escuchó. La furia del tritón fue sustituida por preocupación. Estaba herida, la anciana, no la cría.

Nadó a gran velocidad, dejando una estela dorada por detrás. Alcanzó a la gran ballena jorobada, se posicionó por encima de ella, y la abrazó con gran ternura. Emitió un pulso muy ligero, permitiendo que envolviera a las ballenas con una suave calidez.

«Madre, soy yo, Aeternum. Calma, todo va a estar bien».

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
El AtlanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora