Capítulo II: Un Nuevo Inicio

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El funeral fue en la fecha en que se suponía que debía ser nuestra boda. Eso no fue una propuesta, sino la peor posible coincidencia que uno se pudiese imaginar. Los únicos tiempos disponibles para cualquiera de los servicios estaban para el día de nuestra boda o para un mes después de ésta. Así que decidimos tener el funeral el día en que Shining Star y yo nos comprometimos para empezar una nueva vida, sin estar de luto por la pérdida de uno. Para empeorar las cosas, fue el invierno más frío en Las Pegasus en más de cuarenta años. La temperatura estaba por debajo de los cero grados Fahrenheit cuando llegué al camposanto.

Fue este día cuando mi fe empezó a caer. Cuando necesitaba que algún poni estuviera allí para mí, no había nadie. Todos ellos me dirigieron miradas sucias, lo cual me confundió completamente. Era como si estuviera de nuevo en la preparatoria: yo era el solitario, el niño torpe parado de espaldas, ocultando mis ojos detrás de mi melena, inseguro de sus acciones, ya que mis habilidades sociales nunca fueron muy refinadas. No sabía qué hacer. Estaba confundido. ¿Por qué me estaban viendo así?

Lo averigüé durante el servicio. Caminé hacia al padre de Shining Star y le pregunté si estaba bien. Perder a tu única potra debe ser horrible. Lo que hizo, sin embargo, me marcó durante mucho tiempo. Lo que dijo me sacudió todo el cuerpo, y me hizo sentir como un monstruo congelado en una mazmorra helada y hundida en las aguas de la culpa. Él me miró a los ojos, y con la voz más agresiva que he oído salir de un semental, me respondió: —¡Es tu culpa! ¡Si no la hubieras contactado y si sólo hubieras sido un poco malditamente paciente, ella no habría revisado ese estúpido pergamino y visto que la diligencia venía hacia ella! Tienes agallas para mostrar tu cara aquí.

Eso rompió mi corazón y me estremeció hasta las entrañas. La obscuridad de mis años adolescentes regresó a mí y sentí como si un poni me arrancara el corazón, congelándolo en nitrógeno para después colocarlo nuevamente en mi pecho, provocando que mi sangre se coagulara. Cuando desvié mi mirada de una puñalada en la herida, él me escupió en los cascos, me reprendió con una obscura ojeada que solamente él podía realizar y pasó junto a mí, asegurándose de golpear agresivamente mi hombro derecho y mi ala. Demasiadas emociones para contar inundaron todo mi interior cuando él hizo eso. Me sentí culpable porque él podría haber tenido razón. Me enfureció que se atreviera a culparme por esta tragedia. Sentí tristeza, depresión, contusión, desesperación: todas estas emociones se mezclaron al saber que mi futura esposa se iría para siempre. Ansiaba con impaciencia ser feliz nuevamente. Deseaba ver la tierna y blanca sonrisa de Shining Star otra vez, para cruzarme con esos enormes ojos marrones resplandeciendo a la luz de la luna sobre el balcón de nuestro departamento; quería escucharle decir mi nombre, oír que me ama, auscultar las preocupaciones que ella haría cuando estuviésemos hablando sobre la boda, pasar mi vida junto a ella y, al final, envejecer juntos. Y morir juntos.

Entonces me alejé. Yo jamás sería capaz de encarar a nadie, especialmente a sus dos hermanos o su tío. Desde el inicio nunca les agradé. Ellos eran como todos los demás: eran controlados por el juicio social estandarizado de nuestra querida ciudad de Las Pegasus. Extendí mis alas y comencé a adentrarme en el frío cielo invernal. Llegué al frente de mi edificio departamental, choqué atravesando las puertas y troté por las escaleras hacia mi apartamento. Cuando cerré la puerta detrás de mí, dejé escapar toda mi emoción en la sala de estar.

Perforé un agujero en nuestra delgada pared de yeso, azotando una lámpara de mesa por la habitación, explotando los fuegos artificiales de porcelana contra el muro. Grité hasta que mi voz se volvió ronca. Lloré hasta que mis ojos fueron físicamente incapaces de llorar más tiempo. Me estremecí con dolor, coraje y miedo hasta desmayarme. El dolor por perder al ser que traía luz a mi vida; el coraje hacia mí mismo por ser impaciente y mensajearle; el miedo hacia mí mismo por hacer algo que lamentaría. Toda esa carga cayó sobre mí al mismo tiempo como si un enorme peso me fuera arrojado. Finalmente, me colapsé sobre la alfombra gris de nuestra sala. Me acosté sobre mi espalda, mirando el techo. Suavemente cerré mis ojos, y la última lágrima que reprimía rodó lentamente por mi mejilla. Ella se había ido. Y todo fue mi culpa. Totalmente mía.

¿No Es Genial Ser Diferente?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora