Primera lección de alta mar

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Aquella primera cena resultó un fiasco total. La vergüenza se había instalado en mi pecho como un cuchillo ardiente y me había impedido levantar el rostro del plato. Quise terminar cuanto antes, comer lo suficiente para regresar a mi camarote y hundirme en mi hamaca durante 3 meses.

Para mi mala suerte, ese no era el plan de los oficiales. Cuando la cena estaba por finalizar, dos pajes ingresaron al comedor, en sus brazos llevaban bandejas de plata cargadas con pequeños trozos de pastel y bandejas con té.

—Es necesario aprovechar los recursos mientras no están rancios —dijo Vivian—. Nunca se sabe cuándo volverás a probar algún platillo como este.

Ante las implicaciones de sus palabras, incluso el pasajero más indispuesto tomó una rebanada y se dispuso a comer.

Tuve que admitirlo, los postres estaban deliciosos, no tanto como los de palacio, pero lo suficiente como para sorprenderme. El biscocho estaba aderezado con jugo de naranja y la cubierta era de crema batida y fresas. Devoré mi porción en silencio. Ya que todos hablaban entre sí y me ignoraban, no les daría el beneficio de mi atención.

—¿Hola?

Una voz ronca a mi espalda trató de llamar mi atención. Iba a rodar los ojos y decirle a aquel hombre que se perdiera, que no quería nada que ver con él, pero algo en aquellos cautivadores ojos azules me detuvo.

Sí, un par de ojos bonitos podía más que mis prejuicios, pero no iba a culparme por ello. Me perdí en ellos y noté que estaban enmarcados por abundantes y rizadas pestañas. Sentí algo de envidia, las mías jamás se verían así.

En lo siguiente que me fijé fue en su cabello, de un palmo de largo o tal vez menos, despeinado, pero sin llegar a verse muy desaliñado. Su nariz recta y su mandíbula prominente terminaban por enfatizar su masculinidad.

—Espero no molestarte —continuó con timidez—. Soy Einar, calafate. —Apartó la mirada con vergüenza.

Me embargó la irritación, ¿por qué se sentía avergonzado? Al menos había tenido la deferencia de dirigirse a mí.

—¿No deberías estar con los marineros? —inquirí para luego morderme la lengua. Ese tipo de comentarios tendían a meterme en problemas. Nunca podía expresar lo que sentía en verdad, y ya parecía un mal crónico. Por suerte, Einar no parecía ofendido.

—Oh, no, viajo como invitado de la capitana como un favor personal, no formo parte del servicio de marinería, mi único trabajo es sellar las juntas —sonrió—. Evito que el agua entre al barco. Pago mi boleto en la zona de pasajeros con parte de mi salario —se encogió de hombros—. Un beneficio que he ganado con mi lealtad.

—Pues no has hecho bien tu trabajo, ahí abajo —señalé a mis pies—. Hay una enorme cantidad de agua pestilente.

Para mi sorpresa, Einar empezó a reír con ganas. Algunas conversaciones se detuvieron y fuimos el blanco de varias miradas.

—Se llama sentina, y suele estar así por los golpes de las olas y el agua que se cuela por los entrepuentes, pero no es algo de lo que debas preocuparte, las bombas de achique se encargarán de ese problema.

Tuve que resistir un puchero, deseaba protestar porque no entendía ni la mitad de su jerga de mar. Sin embargo, él se adelantó.

—Tengo un libro, puedo prestártelo, así conocerás todas las partes del barco y no pecarás por ser una marinera de agua dulce —bromeó.

Sonreí, el chico era de trato fácil y muy amable. Yo jamás le habría prestado mi libro a una desconocida. Pronto, caí en cuenta que no me había presentado.

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