¿Hogar?

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Los días transcurrieron con una velocidad pasmosa, o tal vez, así lo veía mi mente llena de vapor y sopor. Mi alma no paraba de llorar la muerte de Helmi, eran especialmente terribles, los momentos en los cuales bajaba algún paje o una sirvienta a llevarme los alimentos del día. Solían escurrirse sin dejar rastro, solo para regresar unos minutos después y retirar la bandeja.

Esos eran los mejores. Porque en los momentos de peor suerte, bajaba algún marinero de Luthier, resentido, herido en su orgullo y permanecía en el calabozo, atormentándome. Hoy era uno de esos días:

—¿Quieres beber? —se burló aquel vasto marinero mientras hacía tintinear el vaso contra los barrotes de mi celda. No le importó derramar las preciosas gotas de agua que calmarían el ardor de mi garganta.

Yo no tenía forma de saber si Asgerdur lograría colar una cantimplora en los calabozos. Algunas noches, a penas y podía escabullir la cataplasma que aplicaba a mi herida. Einar seguía en sus trece, no se fiaba de mi estado y no escatimaba esfuerzos en tratarme como la peor basura.

Aunque su marinero estaba haciendo un trabajo grandioso.

—Creo que se ha derramado—canturreó mirando el contenido del vaso—. Pero no te preocupes, aquí tengo algo para ti.

Palmeó la parte delantera de su pantalón, deshizo los nudos mantenían unida la solapa delantera y sacó su apestoso miembro. Contuve una arcada y aparté la mirada ¿Qué pretendía?

El penetrante aroma de la orina invadió mis fosas nasales. Solo podía escuchar el salpicar en el vaso y en el suelo frente a mi celda.

—Creo que el pan se ha llevado una buena parte—rio deslizando la bandeja en el interior de la celda.

Por suerte, el asco que me generó tal escena apartó toda el hambre que pudiera tener. Empezaba a sentirme con algo de fuerzas y aunque aún estaba muy lejana mi recuperación, podía decir que el sacrificio de Helmi me había dado una nueva oportunidad para vivir.

Tuve que soportar aquel tufo hasta que el marinero se dignó a bajar a buscar la bandeja. Fingí estar inconsciente para espiarlo a través de mis párpados entreabiertos. Su cara de asco al tener que recoger sus propios meados casi hizo valer la pena el tener que soportar aquel aroma pestilente.

La noche cayó pocas horas después. El frío era acuciante y la perenne humedad de mi ropa no hacía otra cosa más que empeorarlo. En algún punto, solo parecía escapar de mis propios huesos, corroyendo mi espíritu.

—Debiste comer—recriminó Asgerdur. Me sobresalté. Parecía que había salido de la nada. Luego recordé, hacía minutos que estaba a mi lado, aplicando a conciencia aquel remedio que tanto había costado conseguir.

—No tomo meados—mascullé.

—¿Enviaron al idiota de Tassos? —preguntó más para sí mismo, así que asumí que el marinero asqueroso se llamaba Tassos. Oh, al menos ya podía pensar lógicamente.

—Si Tassos es un marinero con un pene tan corto como su intelecto entonces sí.

Asgerdur ahogó una carcajada y extrajo de su bolsillo un sándwich de pan recién horneado y carne seca de Ethion.

Casi lloré de alegría. Adoraba la carne seca de Ethion. No era como cualquier otra, esta era comprimida hasta extraerle toda el agua y luego, era sumergida en una mezcla de sal, especias y picante. Luego, se la dejaba secar por completo y se cortaba en finas lonjas antes de servirla.

—Cómelo despacio. No vayas a enfermar del estómago—aconsejó Asgerdur.

—Hace mucho que no pruebo esto—gemí con la boca llena.

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