Los invasores norteamericanos

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"Cuando un tigre alcanza los quinientos años, su pelaje se vuelve completamente blanco"

Erwin recordaba haber escuchado cientos de historias fascinantes sobre feroces tigres que habían luchado junto al emperador en las guerras feudales; bestias sagradas que protegían templos ocultos, tigres blancos tan longevos que habían presenciado el nacimiento de las montañas que ahora habitaban; pero, sin duda, jamás escuchó nada sobre tigres que hablaran la lengua de los hombres.

—Deja de hablar con él —pronunció el tigre más grande—, aún no sabemos si está con los invasores.

Mientras discutían, los felinos comenzaron a rodearse en lo que Erwin reconoció como un acto previo a lanzarse al ataque. Nunca antes había visto luchar a dos animales, pero estaba seguro de que era algo que no deseaba presenciar, mucho menos estando tan cerca, de modo que retrocedió algunos pasos antes de intentar tranquilizarlos, dejando de lado la idea de haberse vuelto loco.

—¿Por qué no paran con esto de una vez? Estoy seguro de que a Levi no le gustará saber que dejaron de vigilarme a causa de una discusión...

—Tú no sabes lo que le gustaría o no —le interrumpió el tigre con recelo—. Tú no sabes nada.

En ese momento, cuando parecía que iba a lanzarse hacia él para arrancarle la garganta de una mordida, el otro tigre, Isabel, se interpuso entre ellos para protegerlo.

—Deja de portarte como un niño, sabes que no podemos matarlo. Además —agregó acercando su enorme cabeza hacia el abdomen del comandante para frotarla contra él—, él me agrada.

Farlan, el tigre más grande, miró la escena con furia mientras gruñía con tal intensidad que Erwin temió por su vida, después de todo, no hacía falta que le dijera con palabras lo que podía notar perfectamente en su postura: no le gustaba su presencia en ese lugar.

Detrás de ellos, el resto de los animales, que hasta entonces descansaban echados en el suelo, comenzaron a ponerse de pie, avanzando uno tras otro hasta posicionarse detrás de Farlan, erguidos con soberbia, en lo que Erwin pudo notar era una formación muy bien organizada. Se estaban preparando para atacarlo. Sin importar que Isabel estuviera de su lado, si todos los demás decidían atacarlos estaba seguro de que ninguno de los dos saldría con vida.

—Aléjate de él —gruñó Farlan—, estás desafiando a tu familia.

El pesado silencio nocturno fue reemplazado por una orquesta de gruñidos que subían de intensidad gradualmente a medida que Farlan avanzaba hacia ellos. Erwin miró hacia ambos lados con cautela y aunque no fue capaz de ver más tigres rodeándolos, estaba seguro de que se encontraban ahí, ocultos entre la maleza, dispuestos a saltarles encima si acaso consideraban la opción de escapar. Aunque no parecía que Isabel tuviera intenciones de escapar. Tampoco de enfrentarlo. Más bien, se mantuvo inmóvil entre el humano y los felinos con tal serenidad que le recordó un poco a Levi.

—No pretendo desafiarte, hermano, pero estás siendo insensato. Matarlo no va a solucionar los problemas con los extranjeros —comentó con calma, provocando una extraña mueca en el otro animal que no pasó desapercibida para Erwin y tampoco para Isabel, pues su voz pareció haberse suavizado cuando continuó—. Tampoco nos devolverá lo que perdimos.

—Malditos invasores. —Su cuerpo se relajó casi al instante mientras que el grupo comenzaba a dispersarse tranquilamente. Todo había terminado. —Nos roban nuestras tierras, nos aniquilan... y aún esperan que tengamos piedad de ellos.

Isabel avanzó hacia él, frotando su cabeza contra la de Farlan como antes había hecho con Erwin, quien de algún modo comprendió que intentaba apaciguarlo.

La tierra de los tigresWhere stories live. Discover now