El guardián del oeste y el otoño

188 32 17
                                    

Aun con los ojos cerrados, el miedo que Erwin estaba experimentando no quiso ceder ni un poco. Había estado tranquilo momentos antes, mas ahora no era capaz de mantener esa tranquilidad, pues el mortal ataque que esperaba no parecía tener prisa por llegar, y al parecer sus nuevos "amigos" tenían la mala educación de jugar con su comida. Podía aún sentir en su rostro el aliento del enorme animal que le mantenía acorralado contra el tronco, así como escuchaba los potentes rugidos del resto de la manada. El comandante estaba a punto de abrir los ojos, curioso por saber si tal vez se habrían acercado más, pero justo en ese instante sintió un profundo dolor en su hombro derecho, provocado por los colmillos del enorme felino que se incrustaban en su piel.

A pesar del intenso dolor que recorría su cuerpo desde el lugar donde le había mordido, Erwin no encontró la fuerza para defenderse, ni siquiera para gritar o quejarse. Se quedó ahí, inmóvil, por lo que parecieron años esperando a que las enormes fauces del animal le arrancaran el hombro y, si acaso, el brazo entero. Podía sentir los colmillos del animal desgarrando su piel y músculo, clavándose profundamente y haciendo brotar la poca sangre que aún se mantenía dentro de su cuerpo, pero la carne nunca se desprendió.

Erwin, a su alrededor, era capaz de escuchar el gruñido de los otros tigres, cada vez más cercanos, como si estuvieran aproximándose para compartir el alimento, aunque incluso para él era notorio que aquel no parecía un acercamiento amistoso. Los rugidos aumentaron de intensidad a su alrededor y casi pudo sentir a los animales encima. Inmediatamente después, vino el alivio. Los colmillos salieron de su cuerpo mientras el tigre blanco lo liberaba, logrando finalmente que abriera los ojos.

Ante él, la enorme bestia se erguía imponente sobre el resto de los animales, dándole la espalda y cubriéndolo con su cuerpo como si intentara protegerlo. Entre los otros tigres, había uno en particular que estaba más cerca que el resto, uno casi tan grande como el que le cubría aunque mucho menos llamativo. Para Erwin, aquello era un enfrentamiento, y aunque no sabía mucho de animales y menos de tigres, entendía que podía tratarse de una lucha por obtener el liderazgo de la manada o, por lo menos, por obtener el alimento, que por desgracia era él mismo.

En otras circunstancias, Erwin se hubiera considerado afortunado de poder pasar un tiempo cerca de esas majestuosas criaturas, observandolos y aprendiendo de ellos, aunque claro, desde una posición segura y no en semejante estado. La gravedad de sus heridas y la pérdida de sangre, que ahora además brotaba a chorros por la mordida en su hombro derecho, le impedían pensar en nada que no fuera la muerte inminente que le esperaba. Con tanto dolor como el que estaba experimentando, el único pensamiento "coherente" que era capaz de formular era el de llamar la atención de los animales para que lo mataran de una vez. Con suerte, alguna de sus mordidas sería lo suficientemente certera como para provocarle la muerte antes de ser devorado.

Con ese pensamiento en mente, Erwin comenzó a llamarlos, o al menos lo intentó, pues de su boca no salían más que quejidos y gritos ahogados. Intentó con todas sus fuerzas gritar más fuerte, pero, a juzgar por el lacerante dolor en su abdomen cada vez que respiraba, debía tener al menos un par de costillas rotas clavándose en sus pulmones, o quizás era que la espada había perforado sus órganos. Haciendo lo que esperaba fuera un último esfuerzo, el comandante logró gritar lo suficientemente fuerte como para atraer su atención, logrando que los rugidos se detuvieran y la atención de las bestias se dirigiera de vuelta hacia él. Sin embargo, el dolor se volvió tan fuerte a causa de ese grito que pronto su vista comenzó a oscurecerse y sus sentidos a desconectarse.

Justo antes de perder la consciencia, los ojos de Erwin se encontraron una vez más con los del imponente felino de pelaje blanco. Sus ojos grises como el acero de su espada le atravesaban casi tanto como habían hecho sus colmillos momentos antes, provocándole un incontrolable temblor. Estaba asustado de morir. La última sensación que experimentó fue la de otra mordida, esta vez en su pierna, aunque mucho menos profunda y dolorosa que la anterior. Después, la oscuridad volvió a envolver su mente.

La tierra de los tigresWhere stories live. Discover now