CAPÍTULO 3

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En otro lugar y otro tiempo, Alette Peters podría haber sido una pintora de éxito. Desde que podía recordar, todos sus sentidos habían estado orientados hacia las distintas tonalidades cromáticas. Podía ver, oler y oír los colores.
La voz de su padre era azul y, a veces, roja.
La voz de su madre era marrón oscuro.
La voz de su maestra era amarilla.
La voz del almacenero era anaranja.
El sonido del viento entre los árboles era verde.
El sonido del agua que fluye era gris.

Alette Peters tenía veinte años. Podía tener un aspecto sencillo, atractivo o deslumbrantemente hermoso, según cual fuera su estado de ánimo o su nivel de autoestima. Pero nunca era sencillamente bonita. Parte de su aspecto físico. Era tímida y afable, con una dulzura que era casi un anacronismo.
Alette había nacido en Roma y tenía un acento italiano musical. Amaba todo lo que tuviera que ver con Roma. Había permanecido de pie en lo alto de las escalinatas de Piazza di Spagna, contemplando la ciudad y sentido que era suya. Cuando observaba los templos antiguos y el gigantesco Coliseo, sabía que pertenecía a esa era. Había caminado por Piazza Navona, escuchado la música de las aguas en la Fuente de los cuatro ríos y recorrido Pizza Venecia, con su monumento a Víctor Manuel II que parecía una torta de bodas. Había pasado interminables horas en la Basílica de San Pedro, el Museo Vaticano y la Galería Borghese, y disfrutado de las obras eternas de Rafael, Fra Bartolomeo, Andrea del Sarto y Pontormo. El talento de esos artistas la maravillaba y al mismo tiempo la desalentaba. Deseó haber nacido en el Siglo XVI y tenido así la oportunidad de conocerlos. Para Alette eran personas más reales que quienes pasaban junto a ella en las calles. Anhelaba con desesperación ser pintora.
Le parecía oír la voz marrón oscuro de su madre: No haces más que gastar papel y pintura. No tienes ningún talento.

La mudanza a California la alteró mucho. Al principio, lo que la preocupaba era si lograría adaptarse a ese nuevo lugar de residencia, pero Cupertino resultó ser una agradable sorpresa. Alette disfrutaba de la privacidad que le confería esa ciudad pequeña, y le gustaba trabajar para Global Computer Graphics Corporation. En Cupertino no había importantes galerías de arte, pero los fines de semana ella iba en auto a San Francisco a visitar las galerías que había allá.
-¿Por qué te interesan tanto esas cosas? -le preguntaba Toni Prescott-. Ven conmigo a P. J. Mulligans y divirtámonos.
-¿El arte no te importa?
Toni se echó a reír.
-Sí, por supuesto. ¿Cuál es su apellido?

* * * * *

En la vida de Alette Peters sólo había una nube: era una maníaco depresiva. Sufría de anomia, una sensación de estar alienada de las demás personas. Las oscilaciones en su estado de ánimo siempre la tomaban por sorpresa y en un instante podía pasar de una euforia jubilosa a una profunda desesperación. No tenía ningún control sobre esta situación.
Toni era la única persona con la que hablaba de sus problemas. Toni tenía una solución para todo, y por lo general era:
-¡Salgamos a divertirnos!
El tema favorito de Toni era Ashley Patterson. En ese momento la observaba hablar con Shane Miller.
-Mira a esa boluda -dijo Toni con desprecio-. Es la Reina del Hielo.
Alette asintió.
-Es muy seria. Alguien debería enseñarle a reír.
Toni soltó una risotada.
-Alguien debería enseñarle a coger.

Una noche por semana Alette iba a la misión para los sin techo de San Francisco y ayudaba a servir la cena. En particular, había una pequeña viejecita que siempre esperaba con impaciencia su visita. Estaba en silla de ruedas, y Alette la empujaba hasta la mesa y le llevaba comida caliente.
La mujer dijo con gratitud:
-Querida, si yo tuviera una hija, querría que fuera exactamente como tú.
Alette le oprimió una mano.
-Qué hermoso cumplido. Gracias. -Y una voz interior dijo: Si tuvieras una hija, tendría el mismo aspecto porcino que tú. A Alette le horrorizaban esos pensamientos suyos. Era como si otra persona adentro de ella las estuviera pronunciando. Le sucedía todo el tiempo.
Había salido de compras con Betty Hardy, una mujer que pertenecía también a la iglesia de Alette. Se detuvieron frente a una tienda departamental.
Betty admiraba un vestido que había en la vidriera.
-¿No es hermoso?
-Sí, precioso -convino Alette. Es el vestido más horrible que vi en mi vida. Perfecto para ti.
Cierta noche Alette cenaba con Ronald, un sacristán de la iglesia, y él dijo:
-Disfruto mucho de estar contigo, Alette. Hagamos esto más seguido.
Ella sonrió con timidez.
-Me encantaría. -Y pensó: Non fare lo stupido. Tal vez en otra vida, imbécil. Y una vez más se horrorizó. ¿Qué me está pasando? Pero no tenía respuesta para esa pregunta.
El menor desaire, intencional o no, la enfurecía. Cierta mañana, mientras se dirigía en el auto a su trabajo, un vehículo se le cruzó. Ella apretó los dientes y pensó: Te mataré, hijo de puta. El hombre se disculpó por señas y Alette le sonrió con dulzura. Pero la furia seguía allí.

"Cuéntame tus sueños" Sidney Sheldon Donde viven las historias. Descúbrelo ahora