Capítulo XII

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Dos semanas.

Habían pasado dos semanas desde la última vez que lo vi esa noche donde pasó lo que yo no quería ni siquiera imaginar, pero el destino como siempre molestaba mi vida agregándole más trabas de las que ya tenía, y había sido fuerte durante mucho tiempo, pero con tantas piedras en el camino se volvía un paso más, o tal vez cien, una montaña tan alta como perturbante.

Le mentí tanto aquella noche diciéndole que lo iba a ignorar, como si pudiera. Creí que al consolarme, escuchar mis problemas, el no juzgarme, era algo parecido a estimarme. Exageré. Me dejé llevar lo por que me hacía sentir, creciendo, expandiéndose. Me hice creer que sí sentía algo, aunque sólo fuese un poco.

No lloré. Esas semanas me las pasé estudiando como loca, leyendo libros, lo cuales aborrecía. Todas sus historias tenían un final feliz. ¿Por qué yo no podía tenerlo también? ¿Qué hice yo tan malo en este universo para no merecerlo?

Eran las dos de la mañana y aún no lograba avanzar en el camino de los sueños. Me puse unos jeans con una blusa negra, abrigo con capucha y unas botas sin tacón. Fui a la sala y tomé prestadas la llave del auto de Erick. Solía irse temprano en la mañana, por lo que siempre dejaba las llaves en un pequeño tazón encima de la encimera que usábamos de desayunador.

Aparqué el auto y me aseguré que estuviese bien cerrado antes de salir caminar por la blanca arena que se hundía con ternura bajo mis pies, desparrándose en mis dedos. La playa estaba solitaria como imaginé. No creía que las personas veniesen a bañarse en sus aguas a las dos de la mañana.

Venía aquí cada vez que tenía tiempo libre. Mirar el agua, sentir la arena, me hacía estar cómoda, tranquila, como si nada me importara mientras me unía a un todo que me quería cerca. A veces deseaba empacar lo poco que tenía e irme donde nadie pudiese encontrarme. Donde fuese una completa extraña. Un lugar donde absolutamente nadie se tomase el tiempo de juzgarme.

Pasaban las horas y el sol se dejaba ver. Miré el celular que anunciaba las cinco y cuarenta. Pertenecí allí hasta que el amanecer bañó mi piel con el alba que yo amaba presenciar.

Al llegar a casa, Erick todavía no había despertado. Dejé la llave en su lugar bautizado y me encerré en mi habitación.

Lola me había llamado y dejado un montón de mensajes los cuales no respondía. Zack, por su parte, se empeñaba en lo mismo. Todos preocupados de por qué no me mostraba al mundo.

La última semana había sido la peor de todas. La única persona que deseaba que me llamase no lo hacía. Las ganas de escucharlo y saber cómo estaba, persistían. Ir a su casa y decirle que olvidase lo que le dije aquella noche, insistían Que podía quererlo así, aunque no se proclamara mío por completo. Así estaba mi dignidad rayando en lo absurdo.

A las siete y media llegué al colegio como cada día, directo a clases. Todavía no estaba preparada para hablar con Lola. Lo único que estaba a mi favor era el no compartir clases con ella, si andaba rápida no me la encontraba en los pasillos.

Salí de mi clase de biología y me encaminé al baño. Me enjuagüé la cara mirándome en el espejo que reflejaba una niña abatida.

Escuché a Verónica mencionar mi nombre a medida que entraba con una chica al baño. Me escondí en un cubículo antes de que me viese.

—Por Dios, estás hablando de Eithan.—le dijo a la otra chica que estaba segura se trataba de Ambert.

—Pero según he oído, Caleb y ella se fueron juntos, sabrá a dónde y a qué —esta vez habló Ambert.

—No te creas todo lo que dicen. Caleb es demasiado hombre para andar con un perra como Eithan. Por Dios, es la chica rara. La que mató al hermano. A la que llevo a su padre a la muerte. Y de la cual, ni su madre quiere ver.

El infierno de CalebDonde viven las historias. Descúbrelo ahora