Los meses siguieron su camino y yo no podía o, para ser más exactos, no tenía ninguna intención de dejar aquellas tierras que me habían brindado serenidad y me daban un sentido de pertenencia increíble.
Todas las noches, si el cielo nos lo permitía, Aldys y yo acudíamos a nuestro claro en el centro del bosque a observar el movimiento de las estrellas. Hablábamos de miles de cosas, me explicaba más de su cultura y tradiciones, y me ayudaba a intentar recordar quién era yo, porque, para ella, era algo completamente increíble que yo no supiera nada de mí, sobre todo después de que Brac, su druida, me examinara y no encontrara nada extraordinario que pudiera haber causado mi pérdida de memoria. Lo que más la sorprendía, era que no tuviera un solo recuerdo de mi pasado, pero, en innumerables ocasiones mi memoria lanzara escenas antiguas a mi presente que me dejaban en un estado de descontrol total. Después de que esas imágenes llegaban, mi ánimo se volvía inestable, voluble; me era muy sencillo pasar de la ansiedad total a tristeza o rabia absolutas. Pero siempre, después de un día, bueno o malo, por las noches, la reina y yo buscábamos un poco de paz, juntos, bajo las estrellas.
―Llevamos ya muchas noches viniendo a este lugar Aldys, pero aún no me dices a qué estrellas buscas para sentirte acompañada ―ella me sonrió con la misma franqueza de siempre.
―Creo que en este tiempo ya debes haber logrado descifrar algo de mí. Seguramente ya conoces la dirección de mi mirada y sabrás ya qué es lo que veo ―respondió sonriente.
―No me atrevo a adivinar.
―Hazlo.
―Siempre ves primero al norte, hacia el toro ―señalé hacia la constelación, fácilmente identificable por su gigante roja―, pero un poco más hacia el norte, y buscas algo con insistencia, como si fuera difícil verlo.
―Eres observador ―sonrió.
―Creo que ves a las krittikas, las pléyades ―dije y la sentí asentir.
―Así es, busco a la paloma ―señaló hacia un punto del cielo.
―Hay constelaciones más hermosas y brillantes ―dije con incredulidad―. ¿Por qué las buscas a ellas?
―Te has fijado alguna vez, en que parecen ser solo ocho estrellas pequeñas, con un brillo débil, casi invisible; pero, si las observas bien, en una noche sin luna, logras ver muchísimas más. En ese pequeño grupo, casi imperceptible, gobernado por ocho hermanas, puedes llegar a ver cientos de diminutas estrellas, y si las ves con detenimiento logras incluso observar como si una nube las rodeara.
―No, no lo había notado ―dije con sinceridad, fijando la mirada en las estrellas que señalaba.
―Ellas me ayudan a confiar en que aun cuando sea casi imposible ver algo, eso no quiere decir que no esté allí. Me hacen pensar que debemos empeñarnos en creer. Me dan esperanza. Aumentan mi fe y me dan consuelo ―suspiró―. Eran mi mejor compañía cuando era pequeña y estaba sola. Verlas me arrancaba siempre una sonrisa.
―Aún logran hacerlo.
―¿Cómo dices? ―preguntó mirándome extrañada.
―He visto como tus ojos adquieren un brillo especial y en tu boca se dibuja una discreta sonrisa cuando las encuentras ―su sonrisa se expandió.
―¿Cuáles son tus favoritas? ―preguntó volviendo a observar el cielo.
―No podría decidirlo ―respondí con sinceridad―. Elegir mis estrellas favoritas en el firmamento es algo complicado. Pero siempre he admirado mucho el brillo de Nindaranna [1].
―La reina del amor, la belleza y la fertilidad ―asentí con la cabeza.
―La siempre presente. Siempre brillante ―guardamos silencio por un momento.
― ¿Sabes? ―dijo hablando de nuevo―, pronto festejaremos la noche de «Beltane», en honor a la fertilidad. Es una noche en que los dioses llenan de bendiciones el mundo.
―Creo haber escuchado hablar de ese ritual, pero no recuerdo haberlo visto nunca.
―Bueno, yo no confiaría mucho en tus recuerdos —dijo bromeando—. Así que pronto podrás ver nuestros festejos, pero antes de «Beltane» disfrutarás del «Imbolc».
―La fiesta de luces que anuncia la primavera, ¿cierto?
―Así es ―sonrió al ver que sabía algo de sus tradiciones―. En esta festividad agradecemos a la Madre que nos permita terminar el invierno y comenzar la primavera. Es la época en la que la Diosa se recupera de haber dado a luz a un Dios joven y fuerte. Gracias a su poder se sienten los días más largos, su calor derrite los hielos y fertiliza la tierra.
―Me hará muy feliz ver el ritual.
―Si gustas, puedes incluso formar parte de él ―sentenció y volvió a volcar su atención en el cielo.
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El día anunciado para el Imbolc llegó, y Aldys presidió el ritual. Se veía sublime, enfundada en una túnica vaporosa de color pardo, que acentuaba sobremanera su belleza, y sus ojos emitían ese brillo de otro mundo que tanto me atraía.
En su mundo, ella era la representante de la Diosa en esta tierra y, por momentos, parecía que la Madre misma había tomado posesión de su cuerpo para hablar con su pueblo; y el fulgor de miles de lámparas esparcidas por los terrenos incrementaba aún más su majestuosidad.
Cuando llegó el momento, caminó con parsimonia hasta quedar en el centro de todo, en un montículo muy próximo al río y, con solemnidad dijo:
―En este tiempo, de la fiesta de antorchas, cuando cada fuego arde y brilla para darle la bienvenida al renacimiento del Dios, celebro a la Diosa, y celebro al Dios. Toda la tierra festeja bajo su manto de sueño ¡Luz para la oscuridad!
Todos repitieron la última frase con fervor: «¡Luz para la oscuridad!»
―Hoy, el Dios Padre ha alcanzado el cenit de su viaje y gira para darle la cara a la Diosa Madre. Aunque separados, ellos dos son uno. ―Al decir estás palabras Aldys volteó a mí y después encendió una vela―. El Dios ha realizado la mitad de su viaje. Adelante ve la luz de la Diosa y el inicio de una nueva vida ―tomó la vela y comenzó a caminar en círculo, con su mirada aún fija en la mía―. Después de este periodo de descanso, todos los campos están envueltos en el invierno, el aire aún es frío y la escarcha cubre la tierra. Pero el Señor del Sol, amante del bosque y los animales salvajes, ha renacido de la benévola Diosa Madre, señora de la fertilidad. ¡Salve gran Diosa! ¡Salve gran Dios!
La reina, ahora miraba fijamente la flama de la vela que llevaba en manos. Parecía ver, a través de ella, la vida emerger de su letargo de invierno, con renovada energía y fortaleza. O quizás era yo, quien se sentía así al contemplar la magia brindada por aquel ritual. Quizás a partir de ese momento, el invierno de mi falta de memoria comenzaría a menguar y mi vida como Amyr (por corta que hubiese sido) daría paso al renacimiento del Príncipe Valan, tal como en aquel momento renacía el joven Dios, a quién todos esperaban con ansias.
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[1] Nindaranna, nombre que los babilonios dieron a Venus.
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Mendigo
Novela JuvenilLibro 2 de la trilogía "El Sir" Después de la muerte del último miembro de su familia, el príncipe Valan Eumann Andrews ha perdido su Norte y decide huir de su reino buscando encontrar una nueva razón para vivir y, si el destino lo permite, llegar a...