Aldys era la reina de aquel pueblo en el que me encontraba. No tenía idea de dónde estaba pero, siendo honestos, en ese instante no podía importarme menos. Por vez primera, en mucho tiempo, no sentía hambre ni frío. Y estaba seguro de que todo se lo debía a esa mujer.
Ella era impactante: alta, fuerte y majestuosa; de cabellos oscuros y piel dorada; pero lo más impresionante eran sus ojos, en ellos había bondad, había nobleza y potestad. Eran unos ojos oscuros que demostraban la fuerza y profundidad de su alma. Inmediatamente me sentí descubierto ante ella. Tan pequeño e impío. ¿Cómo podía siquiera atreverme a observar tanto esplendor? Yo, que no era nada. Yo, que no era nadie.
Con andar calmado y resuelto se acercó a mí. Observándome con interés pero con cortesía.
—Majestad —dije haciendo una profunda reverencia.
—Caballero —sonrió ella con cordialidad, pero volvió a callar.
—¿Dónde estoy? —pregunté después de un incómodo silencio.
—En casa. A salvo —fue su escueta respuesta.
—Yo..., usted disculpe, señora, pero no entiendo —susurré amedrentado por la fuerza de su mirada.
—No tiene nada que temer, caballero ―dijo sonriendo―. Debe saber que, a este reino, solo pueden entrar las personas que lo necesitan. Y si usted se encuentra aquí, es porque nosotros podemos ayudarlo de alguna manera.
—¿Acaso estoy soñando?
—No señor. Esto es muy real, tanto como usted mismo. Mi nombre es Aldys y soy la reina de estas tierras.
—Es un honor conocerla, Majestad —volví a inclinarme ante ella con respeto.
—¿Puedo conocer su nombre, caballero?
—¿Mi nombre? —ella sonrió.
—Si hemos de hospedarlo, de alguna manera debemos llamarlo, ¿no cree?
—Yo... —¿cuál era mi nombre?—. Lo lamento, Majestad. No puedo darle mi nombre porque no lo recuerdo. Nadie me ha llamado por mi nombre en mucho tiempo y, creo que lo he olvidado —su sonrisa tenía el extraño poder de hacerme sentir en paz, pero no saber quién era comenzaba a inquietarme.
—Tranquilícese, caballero ―dijo notando mi angustia, con una sonrisa reconfortante―. No tiene por qué preocuparse. Le aseguro que aquí estará bien. Y su nombre..., bueno, espero que pueda recordarlo pronto, pero si no lo hace, nosotros tendremos que darle alguno mientras usted recuerda el verdadero. ¿Le parece?
—Se lo agradezco mucho, Majestad —dije ligeramente avergonzado.
—¿Viaja acompañado, señor?
—No. Creo mi única compañía durante este tiempo han sido mi soledad y mi corcel. Por cierto, ¿dónde está él? —¿y si lo había perdido también a él?
—Su caballo está bien, señor. Está descansando en los establos.
—¿Puedo verlo?
—Por supuesto, venga conmigo. Le mostraré el reino y después lo llevaré a las cuadras.
Me impresionó mucho todo lo que vi. Los habitantes de aquel pueblo vivían de lo que la naturaleza les brindaba, sus hogares eran austeros y se mimetizaban con el bosque. Vivían entre los árboles, árboles enormes y antiguos que se erguían majestuosos cual centinelas y parecían incluso portar armaduras porque el color de sus altos troncos refulgía al tacto de la luz con tonos cobrizos y dorados.
Cualquiera podría haber dicho que la vida de esta gente era salvaje, pero para mí, que había pasado tanto tiempo en los caminos, era algo sumamente noble e inteligente: respetar a la tierra y unirse a ella. Sus ropas eran sueltas y fluidas, de tonos verdes, tierra y pardos; se movían sin apenas generar sonido alguno; y sus voces eran profundas y armoniosas. Por momentos incluso podía sentir que esos pobladores eran parte de la naturaleza misma.
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Mendigo
ספרות נוערLibro 2 de la trilogía "El Sir" Después de la muerte del último miembro de su familia, el príncipe Valan Eumann Andrews ha perdido su Norte y decide huir de su reino buscando encontrar una nueva razón para vivir y, si el destino lo permite, llegar a...