II

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—Está quemado —me queje al ver los waffles frente a mí en un plato de cerámica, el grueso panque estaba totalmente negro y olía como si tuviera un horno alemán en la cocina.

—Si no te gusta busca un trabajo, una casa y cocínate algo.

—Lo haría pero lamentablemente sigo siendo menor de edad —dije pero ella no me escucho, había salido volando de la cocina y la verdad es que era mejor así. En los últimos años, mi vida era una constante montaña rusa con problemas en las bajadas, siempre chocaba; Tresstan, el niño con problemas hormonales, era el responsable de reparar el carro del juego en cuestión y mis abuelos, juntos a otros, eran los clientes malos que dañaban el juego sin pudor alguno. Pero no me quejaba, al menos comía más que en mi niñez y aunque era más grande para cocinar por mi cuenta, eso no me alegraba pues solo significaba que los castigos eran mayores: cachetadas, agua helada sobre mi rostro, azotes y ese maldito armario de zapatos que había provocado mi fobia a los lugares pequeños o cerrados.

—Este se ve más apetecible que el último —por inercia, sonreí y lo miré. Tresstan seguía creciendo pero su mirada llena de pureza estaba intacta y eso era lo que permitía seguir adelante sin importar qué.

—Y me alegra que no se quedará más, me hubiera obligado a comerlo —dije, aceptando el plato de lindos sándwiches que su madre me preparaba siempre.

—Los cerdos aprecian el arte de tu abuela al quemar los waffles.

Sonreí y mordí el pan absorbiendo el saber del jamón, la lechuga, los tomates y la cebolla acaramelada con mostaza de miel como aderezo mientras que Tresstan me miraba fijamente como si fuera la chica mas linda del mundo. Y la verdad es que sí podría serlo: tenía ojos mieles, cabello castaño y liso, mi piel era levemente bronceada y adornada con lunares en lugares específicos, mi nariz y boca tenían sus tamaños correspondientes y mi cuerpo no era grotesco o simple, tenía lo que debía tener según mi edad. Él, por otro lado, era parecido a mí en todo a excepción de que su piel era más clara que la mía.

Me encantaban sus ojos, tenían ese brillo que los míos no.

—¿Qué me miras?

—¿Qué me miras tú? —respondí con la boca llena, sus ojos casi se cerraron por la gran sonrisa que adorno su rostro.

Algo dentro de mí se removió por esa simple acción, algo en mí interior estalló en llamas y me hizo sentir como si viviera en una nube, amaba esa sensación y era la primera vez que lo sentía con tanto ahínco. ¿Qué tenía él en su miraba que tanto amaba? ¿Por qué era bueno conmigo? No había hecho nada por él, nunca pero aún así él estaba allí para sostenerme y me prometí, en el momento en que su sonrisa se achicó, que yo sería su soporte a partir de ahora y no lo dejaría.

"La inmensidad de sus ojos, el universo en ellos; todo era mío por derecho y solo una decisión me fue dada, dejarlo o amarlo."

Colores en el CieloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora