7. Dx: Verdades a medias

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Se fue

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Se fue.

La sola idea poseía la potencia suficiente como para derrumbarme por un tiempo, pero no podía concederle el don de hacerlo de manera definitiva. Sol será todo lo genial, hermosa e inteligente que quiera, pero no va a ser quien me deje en la lona.

Subí a seguir con la fiesta en tanto veía a Mingo salir corriendo escalera abajo para ir tras ella. «Que hagan lo que quieran» me dije a mí mismo tratando de convencerme de estar haciendo lo correcto. Después de todo, una médica que dice no ser capaz de arreglar a un paciente como yo, no es lo que necesito para este trabajo.

«Pero yo no soy una verdad a medias».

Estaba bien que no fuera ella sino yo quien lo hubiera puesto en esos términos, pero el tono de su voz, la forma en que me miró, la manera en que vadeó ciertas expresiones aun presa de la ira y el desencanto... Incluso sin palabras, ella lo dijo. Yo sólo lo expresé mejor.

En el interior de mi casona el ruido me resultaba ensordecedor; las personas y su patética danza, absurdas; las drogas, las mujeres o la comida un sinsabor más parecido a la tristeza que a cualquiera de los placeres que habrían representado hacía menos de media hora. Papo lo había sabido contar con las palabras justas: «Un montón de nada, y "nada" es demasiado poco y no me alcanza.» No pensaba quedarme a forzar mis emociones cuando claramente una pendeja cimarrona de melena alborotada me las había sabido revolucionar con su partida. Yo también me voy de acá antes de terminar haciendo el mismo escándalo que ella.

De algún modo el estuche de un bandoneón alcanzó mis manos aún antes de que terminara de pensar en tomarlo y las puertas de la calle me vieron surcarlas hasta llegar a mi automóvil y salir disparado hacia un bar que solía frecuentar para regalar canciones a cambio de tragos y limosnas antes de conocer a Méndez y empezar con la banda.

El griterío agudo de algunas fans se hizo presente cuando entré al lugar. Típico. Mi vista se posó en el muchacho que cantaba desafinado e indiferente en el pequeño escenario del borde, y caminé hacia él sosteniendo el bandoneón con la mirada abstracta hasta que el chico me reconoció. Su canción se interrumpió en el justo momento en que Don Cirilo, el dueño del bar, tomaba mi brazo repleto de emoción.

—¡Tahiel!, no puedo creer que hayas vuelto.

Abracé al viejo con un solo brazo y luego subí al escenario escuchando los murmullos del público de fondo.

—¿Puedo?

El chico empalidecido pareció emocionado al correrse del micrófono. Quiso bajar del escenario, pero lo frené con un gesto de la mano y sin decir palabra. Necesitaba el acompañamiento de su guitarra. Mil voces calaban mis pensamientos y las callé a todas a la vez al comprimir el fuelle de mi bandoneón y permitir que la música surgiera abarcando un Re menor que pronto involucrara a la séptima, bajara a la sexta y subiera hacia un Mi algo distorsionado que mi joven acompañante supo interpretar a la perfección. La séptima de La, un Sol menor... Sol.

La Clave de SolDonde viven las historias. Descúbrelo ahora