VIII: el huésped de la bestia

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Abro mis ojos y no sé dónde me encuentro, no recuerdo nada; veo que estoy en medio de una especie de habitación. Pero las paredes parecen ser alambrados viejos y oxidados, con una resistencia muy superior a la apariencia débil que tiene a primera vista. Me encuentro acostado, y sé que se trata de un dormitorio, pero me doy cuenta de que algo marcha mal. Siento la cama muy blanda, mucho más que lo usual, me da la sensación de que estuviera acostado sobre algo húmedo y lleno de vida, como si allí, junto conmigo, hubiera algo aterrador, concebible solo por las mentes más perturbadas, morbosas y perversas del mundo.

Me levanto de un salto, luego de que mis ojos se acostumbraran a la poca luminosidad del lugar. Noto, con un susto de muerte, que las sábanas están hechas de piel humana, tan estirada que se ve un poco transparente, y que el colchón es de carne putrefacta. Todo apesta a mil demonios; parece una habitación de muerte, y de soledad. Se me ha impregnado de una forma muy repugnante, me da una náusea terrible, y supongo que eso es lo que me había hecho despertar, si es que pudiera expresarse de aquel modo.

De pronto siento una incontenible palpitación en mi pecho, me siento observado y, por alguna estúpida razón, miro hacia arriba, creyendo encontrar una explicación racional a pesar de que todo es una verdadera locura, y a que ya había escapado a mis manos, y a mi comprensión. Lo que veo me da terribles jaquecas, pues, donde se supone que debería haber una bonita lámpara, rodeada de blanca pintura, no hay más que miles de siniestros ojos que no dejan de permanecer abiertos y escrudiñan hasta el más el más mínimo de mis movimientos. Durante unos segundos, me hipnotizan, logrando que pudiera ver más allá de lo que se oculta tras ellos. Pero, justo a tiempo, logro apartar mi vista de allí, el rugido de ultratumba fue el que, de alguna manera, me arranca de ellos. Desesperado, miro hacia otra dirección, mientras busco algo que me aleje de toda realidad, que me dé un poco de paz, de tranquilidad. Al poco tiempo doy con la puerta —o con lo que más se parecía a ella—, pero mis ojos me engañan, pues no es de madera, como me había parecido desde un principio, cuando caminaba medio atientas —y medio a gatas—, hacia ella, tropezando como si fuera una persona que se queda ciega de la noche a la mañana. La puerta está hecha de pelos mojados, y tengo la intuición de que son de miles de personas distintas, y que no solo se trata de una. Pero comprendo, horrorizado, que no se encuentran empapados de agua, sino de sangre fresca que chorrea por ellos y caen en finos hilillos, que vuelven a unirse en un charquito. Es como si se trataran de miles de ríos que comienzan a unirse, para luego formar mares enormes. Pero este era uno solo, y parecía tratarse de un terrible mar de muerte. Con respecto a la manija, eso ya es otra cosa, pues parece la frágil mano de una niñita a punto de quebrase, como si sufriera de huesos de cristal, como si se encontrara a punto de morir. Intento abrirla, pero no puedo. Al contrario de lo que parece, presenta una firmeza sorprendente; mucho más que el oxidado alambrado, aún. Tendría más suerte si intentara romperlos con mis manos desnudas, pero aun así, lo creo bastante improbable. Estoy atrapado, lo sé, y soy consciente de que no logro recordar nada.

Sin embargo, algo se revuelve en mi estómago, como si estuviera intuyendo qué me está sucediendo. El corazón me lo pide a gritos de una forma insospechada. Me da la sensación que comienzo a transpirar, lo percibo de una manera más que clara, sin embargo, siento el sudor demasiado espeso. Palpo la espalda quedamente, y noto, horrorizado a más no poder, que es sangre coagulada. Pero en parte me alivio, ya que no parece ser mía. Al menos, no percibo nada de dolor. De alguna manera, sigo haciendo lo que había considerado desde los últimos minutos, pues intuyo, que es lo único que me hará comprender.

Vuelvo a dirigir la mirada a los inquietantes ojos, que parecen ocultar algo tras de sí. Esta vez no pienso sucumbir ante ellos, como así tampoco, a los terribles susurros que parecen provenir de estos, y que antes había ignorado por completo. Viéndolos trato de recordar qué sucedió, y la razón por la cual estoy aquí, pero es como si un enorme velo cubriera mis llorosos ojos, y como si mis memorias se bloquearan del todo, al intentar pensar siquiera. Sin embargo al rato de intentarlo, comienzan a cambiar de tamaño, a agrandarse, y luego a achicarse, a la mitad o a un tercio hasta, incluso, multiplicarse y volver a ampliarse, hasta formar uno solo. Solo queda uno enorme e imponente, que es mil veces más siniestro que todos, inyectado en sangre y en maldad pura. Las náuseas vuelven a torturarme, y esta vez no tengo tanta suerte. Vomito una vez y el sabor agridulce, que me recorre por todos los rincones de la garganta, vuelve a hacerme devolver. Pero la inmundicia ya no es de color amarillo opaco, sino que ha adquirido un color escarlata, de sangre. El sabor a óxido me parece tan morboso como salado, que por un horrible momento, quiero lamerlo. Vuelvo a regurgitar, por la asquerosidad de mi pensamiento, y ahora es de una tonalidad negra azabache, es como si me estuviera pudriendo por dentro, como si todo mi corazón se hubiera corrompido por completo, como si alrededor suyo no hubiera nada más que la nada misma.

El ojo se agranda sobre sí mismo, y me observa como haría lo propio un animal salvaje que acecha su presa. Parece comprender qué es lo que me aqueja, y qué es lo que temo, aunque yo no pudiera recordar nada. Me hipnotiza, y con lentitud, comienzo a tener algunas imágenes proyectadas desde alguna parte de mi memoria o desde él mismo, tal vez. Todo se tiñe de sangre, y de un momento a otro, solo puedo ver una macabra sonrisa. Me doy cuenta de que el momento de la bestia al fin ha llegado. Veo a la chiquilla que camina junto a su padre, dejo inconsciente a su padre de un fuerte golpe en la nuca. Secuestro a la pequeña, y sin poder hacer nada más, sé que la verdadera y espantosa agonía va a empezar. La torturo, la violo docenas de veces, sin poder hacer nada para cambiarlo, aunque deseo poder hacerlo. No es mi intención hacerle daño, pero no puedo detenerme. Al cabo de unos días así, la termino asesinando por temor a que me delatara si dejo que se vaya. Y luego me atrapan, aunque ignoro cómo, nunca fui una persona muy fan de las novelas policiales. Un hombre me golpea, con gran fuerza, en la base de la nuca, de un modo similar en el que yo había golpeado al padre de aquella pobre criatura. Me desmayo, y lo primero que veo al abrir los ojos es la furia que brota de aquellos ojos: es el padre de la pequeña, que no deja de apartar los ojos de mí. Ambos me observan con una seriedad letal.

Cientos de rostros afligidos, pero furiosos, me escrudiñan. Recuerdo los ojos que formaron uno, no eran otros más que los de ellos. Intento decirles que yo no había sido el culpable, que era algo podrido que me había corrompido, pero no puedo hacer otra cosa que no fuera sollozar. Quiero decirles que deseo cambiar lo que hice, pero estoy paralizado. No me creo capaz de asesinar a una persona, y mucho menos, a una criatura tan dulce como lo era aquella niña. Pero quizá yo mismo soy el demonio que toda la vida tanto me ha repugnado. Tal vez, soy aquella bestia despiadada y asesina que ha vendido su alma al diablo, que tiene un corazón negro y helado. Tal vez no soy más que un desgraciado ente, que solo goza en la vida robando, arrebatando la existencia que tienen los otros, torturando y excitándose por aquellas morbosidades.

Esperan a que me levante y se abalanzan sobre mí. Comienzan a golpearme como salvajes, no los culpo, no puedo hacerlo. Yo haría lo mismo de estar en su lugar. Lloro y me arrepiento, no por temor a morir, sino porque estoy pasándoles mi perversidad, toda la maldad que habita en mí, a cada uno de ellos, corrompiéndolos, como en algún momento, ha sucedido lo mismo conmigo. Lloro porque estoy pasándoles mi locura a todos, haciendo que en este mundo proliferen los actos atroces. Ahora cada uno comenzará a tener sus propios demonios, y no puedo hacer nada para evitarlo, aunque quizá, llegue el momento de una purificación en todos nosotros. No dejo de perder la esperanza en ello. Las llamas del infierno arden a mi alrededor, y la sangre me brota a borbotones por la espalda. Me desangro, vomito sangre y pierdo mis sentidos; caigo desmayado a la par que oigo ecos de voces que se van apagando, como si los últimos momentos de mi vida fueran las imágenes de una película rodada en cámara lenta... a se si no, a se sino, a se si...

Abro los ojos y no sé dónde me encuentro, no recuerdo nada; veo que estoy en medio de una especie de habitación...



FIN

Imágenes de ultratumba y otras paranoiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora