VI: el merodeador

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El sol había comenzado a declinar desde hacía un rato y no faltaba mucho para que el atardecer llegara a su fin y le cediera el turno a la gradual e incierta oscuridad de la noche. Nicolás Malaspina no se había percatado aún que eran cerca de las seis de la tarde y que en invierno el día era mucho más corto que en verano, y es que con sus ocho años de vida había cosas que aún le costaba un poco entender y recordar.

Vestía una camperita rompeviento azul brillante que tenía una capucha de un color un poco más oscuro y opaco; bajo esta se apreciaba una remera bordó algo gruesa y que casi podía pasar desapercibida como si fuera un buzo o algo por el estilo. No era demasiado fanático de los jeans pero había refrescado y sus padres lo habían obligado a vestirse de aquella forma pues no cabía la posibilidad de un fuerte resfriado para sus planes esa misma noche. Por último llevaba unas zapatillas tipo botas de estilo para montañas que eran mucho más resistentes que la mayoría y que tenía desde hacía un par de años.

No solía regresar a casa tan tarde, al menos para un niño de esa edad regresar a las seis y cuarto o quince minutos más tarde aún que eso no era demasiado normal en esos tiempos. Un año peculiar y extraño ese de mil novecientos noventa y tres.

Sin embargo la diversión siempre hacía que perdiera la noción del tiempo y hacía semanas que no se divertía de aquella manera. Las vacaciones apenas habían terminado y al día siguiente volvería el turno de la primaria durante seis meses más; pero eso era lo que menos importancia tenía en ese momento, era por lo que menos se preocupaba. Se encontraba en aquel parque con su amigo y deseaba que ese momento de gusto no terminara jamás. Elías Rojo —por otro lado— no había podido anhelar otra cosa que no fuera lo contrario a lo que a Nicolás se le había antojado, sentía frío y un agudo dolor en su estómago que se había extendido hasta llegar a su vientre; quería regresar a casa, darse un baño con agua tibia, beber una buena y deliciosa taza de chocolate con leche caliente y descansar a gusto. Pero Nicolás se lo había impedido...

Se colocó la capucha de nuevo en la cabeza y un rebelde mechón de cabello castaño se asomó por encima de su frente como si quisiera dar a entender que allí se encontraba; sus ojos lanzaron una especie de destello enfermizo y una sonrisa pícara y algo cruel se dibujó de lado a lado en su rostro, resaltando más del lado derecho. Una característica típica en él que lo había acompañado durante sus pocos años de existencia.

—No seas cagón —dijo de repente con voz; había llevado ambas manos a los bolsillos porque hacía cinco minutos que había refrescado de una manera abrupta y el viento parecía haber despertado de un interminable letargo—, ponete de pie, vamos.

Elías se sostuvo la barriga con ambas manos y —como pudo— cumplió con la orden que Nicolás le había dado. Sintió que las lágrimas al fin habían brotado de sus ojos y que parecían ser dos pequeños óvalos de escarcha que le recorrían ambas mejillas de forma lerda. Luego de un par de segundos hizo un buen esfuerzo y se puso en pie; su mirada recaía sobre el suelo y sus rubios cabellos le tapaban los ojos, tenía ese típico corte taza que a ninguno de nosotros nos agradaba a esa edad.

Imágenes de ultratumba y otras paranoiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora