I: El parque de los Ecos

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Desperté cerca de las nueve de la mañana, acostado en la cama de mi cuarto, con un más que fino y tenue rayo de luz matinal que se asomaba y se filtraba por la persiana semiabierta.

No lograba recordar, en absoluto, nada de lo que había ocurrido durante el día anterior por más que lo intentara. Pero fue luego de quince minutos —tal vez fueron sólo diez— cuando me acordé que había regresado de un largo viaje al que había ido junto con mi pequeño hermanito. Martín tenía seis años de edad.

Me levanté con el objeto de buscarlo, me encontraba en su busca, pero no estaba en su habitación, como se me ocurrió. Me sorprendió mucho el hecho de que no pudiera encontrarlo en ninguna parte de la casa.

Una extraña sensación me invadió de repente. No puedo decir que hubiera sabido de qué se trataba, pero tenía alguna vaga y borrosa idea, y las palabras que mejor definían aquello eran, sin duda alguna, las de "pérdida" y "reencuentro". Las dos palabras se superponían, una y otra vez, en mi mente, como si la primera quisiera remplazar a la segunda, y eso no logró más que yo me estremeciera por completo. Al pensar y analizar esas dos palabras por separado, y mucho más aún, cuando trataba de buscar una posible, lógica y coherente relación entre ellas, no dejaba de sentirme sumido en una confusión total.

Parecía que, si no dejaba de pensar en eso pronto —tanto que mi mente no lo podía llegar a concebir—, una jaqueca comenzaría a azotar mi pobre cabeza. Pero a la vez, de una más que extraña manera, me encontraba muy lejos de que eso pudiera ocurrir, aunque no tenía la más mínima idea de ello y era algo que ignoraba por completo.

En la cocina se encontraba Micaela, mi madre, y me decidí a preguntarle dónde se encontraba mi pequeño hermano. Le confesaría también que me había resultado más que extraña su ausencia en aquel entrañable sábado de otoño. Le realicé la pregunta, con una voz algo temblorosa y bastante nerviosa, pero noté la cierta, y muy molesta, tensión en ella. No me había dirigido la palabra, y ni siquiera me había saludado durante aquella fresca, y bastante peculiar, mañana de abril.

Y cuando había estado a punto de tocarla en su hombro derecho, para llamar su atención, fue justo en aquel momento que me di cuenta de que ella se encontraba temblando. Desde la mismísima planta de sus pies hasta el hombro, que casi había llegado a tocar, e incluso luego llegué a notar que esa especie de constante, y más que aterradora y alarmante, vibración había llegado hasta su cabeza. Temblaba de una manera increíble, incontenible y supe —tuve la vaga pero segura certeza de ello— de que había estado llorando; me había resultado obvio, también, que yo había sido el culpable de aquella extraña reacción en ella.

Mi padre Alberto, quien se encontraba viendo la televisión, algún que otro noticiero o algo por el estilo, se acercó cabizbajo hacia allí. Él había sido capaz de oír —tanto como había podido hacerlo yo— los llantos, sollozos, penas y quejidos de ella, que habían vuelto a resurgir de su garganta y de sus ojos, como unas gotas puras y cristalinas que parecían encontrarse llenas de dolor y de lamentos. Más que todo eso, parecían estar llenas de una inmensa e incurable tristeza. Mi padre pasó junto a mi lado, como si ya se hubiera rendido, como si yo fuera un caso perdido, y la empezó a consolar como yo había querido hacer hacía unos instantes. Lo había hecho del mismo modo en que yo había deseado fervientemente hacer. Pero ese algo, extraño y desconocido, me lo había impedido como si me hubiera frenado y paralizado por completo por aquello. Había llegado a pensar, de manera más que seria, que todo ello había sido debido a mi maldito orgullo de mierda.

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