XIX: el temible señor de las pesadillas

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Aquello que tanto temía y de lo que se encontraba tan aterrado durante gran parte de su vida, se había vuelto realidad en aquella hermosa —y a la vez horrible— noche de otoño; una que les había resultado bastante peculiar y extraña.

Joaquín había salido a caminar junto con su novia y unos amigos, de quienes ambos se habían separado hacía cerca de una hora. Aprovecharon la que parecía ser una perfecta ocasión en la que la luna llena parecía iluminarlos con alegría, en la tranquilidad de un cielo que se encontraba despejado por completo y donde reposaba rodeada por un maravilloso mar de estrellas, hacia el cual —tanto él como, Sabrina, su amor—, deseaban viajar para concretar, de manera definitiva y para siempre, el enorme y profundo amor que se sentían.

Llegaron hasta una calle que se encontraba a oscuras, no parecía haber un alma en ninguna dirección hacia la que se dignaran a mirar, ni siquiera se podía divisar algún coche estacionado y todas las luces de los faroles de la calle se encontraban dañadas. A decir verdad, no es que les hiciera falta, pues la hermosa e imponente luz de la luna evitaba una oscuridad total en el lugar y, de hecho, les ofrecía a ambos, quienes se encontraban enamorados de una manera tan profunda como perdida, una noche romántica solo para ellos. Parecía ser que algo superior les concedía, como si se les estuviera otorgando un muy importante y anhelado deseo, aquella noche tan mágica que, de una forma tan alegre como feliz, estaban viviendo. Hacía mucho tiempo que se lo tenían merecido.

Joaquín no podía dejar de admirar la belleza de su amada; su angelical rostro blanco como la nieve y sus verdes y perspicaces ojos, eran capaces, según él, de conquistar a cualquiera que los observara durante no menos de cinco minutos. Su suave, sedoso e imponente cabello castaño, color miel, en el que llevaba atado un hermosísimo listón rojo de seda que se lo sujetaba, hacía resaltar aún más su belleza y él se sentía de veras afortunado de haberla conocido y de permanecer junto a su lado; la amaba con todo su ser y casi podía llorar, en realidad, unas lágrimas de felicidad le brotaron de los ojos y le recorrían, con algo de lentitud, las mejillas al admirar la hermosura de la princesa con la que poseía una profunda y bella relación romántica. Joaquín se podría haber quedado allí, bajo la luz esperanzada de la luna que los seguía iluminando, durante horas enteras, admirándola. Y, a la par que lo hacía, no podía dejar de pensar —por un sólo segundo— que aquello tan lindo y tierno que tenían el uno con el otro en realidad no terminaría nunca, nunca en absoluto.

Pero luego de admirarla, y de decidirse que esa misma noche quería darle un beso, justo en el preciso instante en el que se acercó hacia ella para lograr aquel propósito de una manera cálida y apasionada, bajo el esplendor de la luna que aún seguía contemplándolos e iluminándolos con toda la intensidad de su bella esencia, un extraño sujeto se acercaba hacia ellos, bajo la oscuridad de la vereda, que se encontraba desprovista de faroles y —mucho menos— de luz. Portaba una daga en la mano derecha, parecía ser un tipo con una destreza lo suficientemente pulida como para degollarte sin hacer el más mínimo ruido y que murieras desangrado, sin saber si quiera qué rayos había sucedido, ni quién diablos te había atacado de aquella manera.

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