Capítulo 4

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No tengo pensado aburrirte con información innecesaria de mis actividades diarias, así que solo escribiré para ti aquello que signifique algo, todo lo que nos guio a este apocalipsis

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No tengo pensado aburrirte con información innecesaria de mis actividades diarias, así que solo escribiré para ti aquello que signifique algo, todo lo que nos guio a este apocalipsis. El primer paso que nos condujo a eso, fue el miércoles de esa misma semana, cuando llegué a clases.

En cuanto a alumnos nunca fuimos un grupo grande, —tan solo nueve personas— entre hombres, mujeres y alguien que al principio no estuve muy seguro de si era humano o alienígena. Esa persona se quedará en mi memoria para siempre. En ese tiempo llevaba un corte de cabello flat top que hacía lucir sus rasgos faciales ligeramente bruscos, como los de un hombre en pubertad, pero sin una pizca de vello facial; sus cejas, delgadas y arqueadas como las de una mujer delicada y linda, daba a su cara tal asimetría que lucía increíble. Nunca usó ni una gota de maquillaje. Su voz era ladina juvenil, lo que me confundía aún más, si era un poco menor que yo y aún no le cambiaba la voz, tenía sentido.

Tal vez te preguntes por qué hablo con tanto detalle de esa persona. Bueno, más adelante lo sabrás.

Recuerdo haber mirado a quien ese mismo día empecé a llamar «Ali» —de alienígena— como idiota por mucho tiempo, ya que me saludó a la distancia. Y yo, como soy una máquina de cortesía, devolví el saludo. Ali me guiñó un ojo y después se giró hacia su amiga, que estaba de pie a su lado en la parte de atrás del salón recargada sobre la puerta, y empezaron a reírse. La chica con la que estaba tenía el cabello de color rosa fucsia y grandes ojos amarillos de caricatura japonesa.

Me di la media vuelta de frente al piano, nervioso. ¡Es que nadie ahí era normal! Ninguno era como mis compañeros de secundaria, aburridos y monótonos. Primero tú, un hombre de ojos grises. Luego, Ali, una criatura que tal vez se reproducía por mitosis, y para rematar una chica pelirrosa-oji-amarilla. ¿Qué seguía? ¿Qué me encontrara a alguien sexy en un bus y esta historia tuviera continuación? Me sentí en una novela de Wattpad. Todavía espero mi Watty.

No te ofendas, pero estuve tan distraído esa clase que solo aprendí una cosa: Ali se llamaba en realidad Francis, lo que no resolvió mi duda en ese momento. Al encontrarme tan distraído y ausente, varias veces me preguntaste si me encontraba bien. No me atreví a contarte nada, estaba cohibido. Aceptar que la situación se repitiera me tenía aterrado, no por el hecho de ser... lo que soy, sino por no saber cómo enfrentarme a esto. Te dije que no tenía ganas de cantar y me dejaste solo hacer solfeo.

Al terminar la clase me pediste quedarme un momento. Debíamos hablar. Asentí sin saber cómo debía oponerme, luego tomaste tus cosas, dijiste que irías a la dirección por unos minutos y regresarías para hablar. Tomé asiento en el banquillo frente al piano, mirando sin interés las teclas desnudas solo para mí.

«Mami, mira lo que puedo hacer.» Escuché mi propia voz retumbar en la habitación. Infantil, pura y ladina. Giré apenas la cabeza para mirar las teclas.

«Cariño, has mejorado mucho. Estoy orgullosa.» La hermosa voz de mi madre también vino a mí, tan cálida y llena de amor como siempre.

En medio del silencio, la melodía que ella me enseñó comenzó a sonar a bajo volumen, en una caricia nostálgica. Cerré los ojos disfrutando del recuerdo, de la sensación de saber que esa canción era nuestra... solo nuestra. Abrí los ojos y, con suavidad, deslicé los dedos sobre las teclas. Mi madre me enseñó a tocar el piano cuando era pequeño, pero dejé de hacerlo luego de su desaparición ya que mi padre —como una forma de lidiar con el dolor—, se deshizo de nuestro piano y me prohibió volver a tocarlo.

No estoy molesto con él por hacerlo. Aunque dolía alejarme de la música tan abruptamente, dolía mucho más hacerlo sin ella. Al menos hasta ahora, casi seis años después. Ahora que lo pienso, antes de eso me gustaba cantar en todas partes, ser partícipe de festivales y de todo lo que me pusiera bajo los reflectores. Incluso llegué a participar en algunos de sus conciertos. Tras su desaparición mi padre llegó a preguntarme miles de veces sobre ese día porque yo estaba con ella, pero juro por mi vida que no lo sé. Solo recuerdo su voz diciéndome que no me asustara que todo estaría bien y después... solo tengo dolores de cabeza.

Abrí los ojos y me di cuenta de que no solo estaba tocando, también cantaba nuestro tema favorito: Hallelujah. Me conquistó desde el primer día en que lo oí. Si algún día llego a casarme, me gustaría sellar nuestro amor interpretando esta canción.

—Wow, eres muy bueno.

Oí tu voz acercándose a mí. Te acercaste a paso tranquilo hasta sentarte a mi lado sobre el banquillo, sin embargo yo decidí no detenerme y seguir tocando. Estaba dominado por la nostalgia, la paz y el amor sincero que ella me entregó sin condiciones de tal manera que te permití acercar tus manos con delicadeza a las teclas, entrelazándolas con las mías para tocar juntos.

Mi corazón latió desbocado mientras más nos acercábamos al cierre de la canción. El volumen subía, la intensidad en mi voz también; y cuando la canción por fin terminó, fue como explotar en un clímax magistral. En cualquier instante iba ponerme a llorar. Empecé a respirar agitado. Traté de calmarme, de no empezar a llorar justo ahí, entonces me abrazaste por los hombros.

Alcé la mirada hacia ti para ver directo a tus ojos al adivinar que habías notado mi sentimentalismo. Al hacerlo, recordé mi pensamiento anterior: «Si algún día llego a casarme, me gustaría sellar nuestro amor interpretando esta canción». En realidad me encantaría casarme con un músico u otro cantante, alguien que sienta el mismo amor que yo por la música, que entienda mi pasión y podamos abrazarla juntos.

—Quiero que ese sea el tema de mi boda. —Se me escapó de los labios decirte antes de volver a colocar las manos sobre el piano—. Quiero que mi pareja y yo cantemos eso —Mi mente se ahogó en un mar de pensamientos obsesivos e involuntarios. Debía calmarme cuanto antes o podía hacer una estupidez.

Tú no respondiste a mi comentario de inmediato, en su lugar volviste a enlazar tus manos con las mías para tocar juntos Canon de Pachelbel. Con discreción desvié mi vista para mirarte, aprovechar la cercanía y poner en orden mis pensamientos sobre ti. Vi tu expresión pacífica, llena de pasión y gozo. Fue como ver un arcángel en la tierra, impregnando su belleza en el ambiente. Desde el fondo de mi corazón odié admitirlo, pero ya no tuve cómo negar la realidad.

Me atraes, pensé.

El sonido desafinado del error que cometí me obligó a volver a la realidad y quitar las manos del piano de inmediato. Te quedaste observándome desconcertado mientras mi cara ardía de vergüenza y no me atreví a devolverte la mirada. Ahí estaba de nuevo ese maldito temor infernal, esa sensación pesada de sentirme observado que me arrebataba el aliento.

—Hey... ¿Estás bien? Te pusiste pálido —me preguntaste.

De reojo vi tu mano acercarse a mí y me retiré de inmediato dando un salto para levantarme del banquillo. Di varios pasos hacia atrás, oía los latidos de mi corazón retumbar en mis tímpanos, se apretaron en mis cuerdas vocales.

—Sí... —empleando todo el esfuerzo que podía en mantener el control, aunque estaba seguro de que lo estaba perdiendo segundo a segundo.

—¿Y por qué parece que vas a colapsar? —dijiste poniéndote de pie—. Stephen, me preocupas. No quisiste cantar en la clase y ahora estás al borde de un desmayo. ¿Qué ocurre?

Congelada, la sangre dejó de circular por mis venas mientras nuestras miradas se fijaban una en la otra. No podía decirte la verdad, tampoco se me ocurría una excusa. Sentí las mejillas arder bajo las involuntarias lágrimas que derramé. La incomodidad en la habitación se volvió asfixiante.

—Solo dímelo, Stephen —insististe con dulzura—. Tal vez pueda ayudarte.

—No lo creo. Es que... ni siquiera nos conocemos bien. Hemos hablado pocas horas y yo... aun así...

—Dilo. No te voy a juzgar —añadiste dando un paso hacia mí—. Stephen, no es un crimen.

«Lo que sientes no es un crimen» volvió a mí esa voz que no había escuchado desde hacía dos años. «Y nadie puede juzgarte por serlo, excepto tú mismo». Esa voz amable que se puso de mi lado cuando, luego de la primera experiencia que me envió al hospital, me encontraba en completa soledad. Mordí mis labios tan fuerte que incluso los hice sangrar.

¿Por qué? No entiendo. ¿Por qué es tan difícil para mí?

—Sientes atracción por mí, ¿no es cierto? —dijiste por fin. Yo me congelé.

Como ave cantando [Magnet #1] (COMPLETA) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora