primeros capítulos

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Me escurrí por entre las estanterías de caoba y me refugié en la tenue luz del aseo. Se me había acelerado la respiración, traté de ordenar mis ideas y concretar cuándo se había desencadenado el extraño fenómeno: no iba a engañarme, albergaba cierta ilusión por aquel empleo… Bueno, vale sí, mucho entusiasmo contenido, pero sólo porque llevaba ya seis meses sin currar y mis ahorros empezaban a agotarse. Había caído sin remisión en esa situación espantosa en la que entras al banco y suenan las alarmas o en que te empeñas en usar tu tarjeta de crédito, cuando la infeliz anda ya estrangulada.

No os hacéis una idea de la metamorfosis que se operó en mí tras el despido. El primer mes me lo pasé lamentándome y haciéndome a la idea. Luego me puse chula y malgasté otros treinta días en mandarlos a la porra y convencerme a mí misma de que aquello era lo mejor que podía haber pasado. Empleo nuevo, vida nueva. El mes que siguió fue el del derroche desenfrenado y las compras. Al carajo con los aburridos trajes de chaqueta que me habían obligado a llevar y que coartaban mi auténtica forma de ser. Me recorrí ávida las tiendas más alternativas de Madrid y me embolsé las prendas más radicales en unos colores imposibles. Y con tal itinerario, ya habían transcurrido noventa días. Luego, ahondando en mi insensatez, me pavoneé en mi círculo de amistades, contando que el inesperado despido me había convertido en una mujer renovada. Nunca me planteé el porqué de sus caras raras al mirar mi vestimenta. Estaba demasiado acostumbrada a lo que dicen de la envidia española, como para pensar que se mofaban. Sin embargo, la reacción del señor Casas aquella mañana, me dio qué pensar. Puede que me hubiera pasado un poquito…

Me miré al espejo. No habían pasado las horas necesarias para que mis acostumbradas ojeras aflorasen, aún tenía un cutis terso aunque pálido y con algún que otro grano medio oculto por mi melena de corte bob y mi espantoso flequillo. Pero tenía los ojos apagados, había estado a un tris de llorar a moco tendido delante de aquel anciano decrépito. Y todo por la imperiosa necesidad de encontrar trabajo ya; cuestión de supervivencia. Todo el mundo era capaz de entenderlo menos mi querida Cayetana. Claro, en su posición privilegiada de divorciada millonetis, todo era la mar de fácil y hacer el pino con las orejas para pasar el mes con trescientos euros, no entraba en su menú de opciones. Era la única que entre sorbo y sorbo de té aromatizado a la menta, me sonreía divina, aconsejándome cautela y ausencia de ansiedad.

—Se te nota, Marina, eso es lo malo, que a ti se te nota mucho cuando quieres algo. Se te pone cara de buscador compulsivo. Y claro… eso a la gente, la echa mucho para atrás…

Para evitar la dichosa expresión del rostro, primero tenía que entender a qué demonios se refería, ella siempre tan relajada, entre los masajes, el Pilates y la clase de yoga. Así cualquiera, maldije entre dientes, mientras abría el grifo y me mojaba las muñecas. El roce del agua helada, me hizo reaccionar. De repente, la puerta se abrió a mis espaldas y una maraña rubia entró como una exhalación. Llevaba un ceñido traje de chaqueta gris y se apartó la melena de un manotazo, en cuanto se dio cuenta que el espejo estaba ocupado.

Continuará...

Esto te lo apaño yo.com (personas que no saben decir "NO")Donde viven las historias. Descúbrelo ahora