Me acomodé en los sillones de la cafetería que antes se me puso a tiro y me pedí un doble con leche y canela. Lo que vino a continuación no hizo sino reventar la mañana más desastrosa: logré citarme con Caye en el Gran Café y cuando, siguiendo sus instrucciones, ya había encargado chapatas con ibéricos y capuchino para dos, tuvo que salir pitando a no sé qué embajada y me dejó colgada. Decidí comérmelo todo yo sola. ¡Qué demonios! Me merecía un premio aquella mañana, después de atreverme a desafiar las reglas de la buena conducta y del saber estar, después de tirar por el barranco la oportunidad de trabajar en un despacho de renombre que cuanto menos, hubiera brillado como un lucero al fondo de mi currículo. Por otra parte, la sola idea de encontrarme con Alejandra la pérfida a la hora del café, me congelaba la sangre en las venas. No me veía de nuevo encorsetada en las chaquetas sastre y me asfixiaba la perspectiva de atenerme a un horario rígido e inmutable.
No sé de dónde había surgido la barbaridad aquella de que quería dedicarme a la cría vegetal, no lo había pensado en mi vida… Sería tan insensato como dar conciertos de clarinete, yo, que no sé tocar ni la pandereta, pero había probado las mieles de la libertad y ahora mi otro yo recién nacido, se rebelaba y protestaba. Quería volar. A ver qué hacía para convencerlo de que teníamos que comer y pagar la luz y la hipoteca.
Y el recibo del móvil. De eso me acordé cuando sonó la musiquita y me sacó de mis ensoñaciones. Era mi madre de nuevo. Algún sermón se le había quedado olvidado en el bolsillo, seguro. Lo dejé sonar hasta desgañitarse y luego enmudeció. No me quedaban fuerzas para soportar un asalto más con nadie de mi familia. Especialmente, con los que quedaban en el pueblo.
Mi hermano era un vago de solemnidad, ojito derecho de mi madre, que siempre había recibido la paga semanal antes y con más bulto que las chicas, pese a ser más joven. Llevaba dos años trabajando de camarero en el pub más afamado del pueblo y de cuando en cuando, hacía como que estudiaba. Tenía desde luego sus propios planes y eran ni más ni menos, que convertirse, en día no muy lejano, en propietario del local. Para empezar, logró convencer a mi madre y a mi tía Tecla y ambas asaetearon a sus maridos hasta financiar un préstamo a fondo perdido de quince mil eurazos, con los que mi hermano compró la mayoría de las participaciones del negocio e inició una reforma decorativa.
Hay que reconocerle su mérito y que cuando se pone a algo, se pone.
Para colofón, no pensaba abandonar el pueblo, de modo que tenía a mi madre feliz como una perdiz, cocinándole exquisiteces para cuando el niño resucitaba a las tres de la tarde de cada día.
Mi padre no disponía de ocasión para rechistar. Mi madre también se encargaba de mimarlo y de que su carajillo no le faltase detrás del guiso de coles. Con eso, se aseguraba su permisivo silencio.
Mi hermana Lourdes, se marchó a Londres para practicar inglés y acabó practicando otras cosas. Se echó un novio alternativo y abrieron una tienda de ropa ecológica que surtían a costa de esporádicos viajes a Tailandia y la India. Apenas llamaba y tengo la certeza de que mi madre vertía la amargura que le provocaba la carrera despilfarrada de su hija mayor, en mí, en cada llamada de teléfono que aprovechaba para sacarme los higadillos.
El delicioso capuchino bajando calentito por mi gaznate me recompuso. Soy una chica dulce, tontorrona, fácil de complacer. En un rato estaba pensando en positivo, prometiéndome a mí misma, que encontraría el trabajo de mi vida.
—No es el fin del mundo, Marinita. Es sólo el comienzo de otra etapa.
Y entonces fue cuando la chica de al lado, una pija madrileña de esas de bolso de marca llamada Olivia, se empeñó en ser mi amiga e invitarme.
Continuará...