4.- Un saco de buenos consejos
Bajé cargadísima de papeles hasta el banco de la esquina para confirmar unos extractos. Aquel sentirme necesaria, útil, viva, era un qué se yo, que me tenía animada por demás. Hasta canturreaba y todo. Vestida de verde con leotardos de margaritas, toda yo era un dechado de felicidad que alegraba las baldosas a mi paso. La antipática del banco me pareció hermosa y amable hasta decir basta. Las parejas que se arrullaban requetenamoradas por la calle, me inspiraban ternura, en vez de celos y hasta la circunstancia de esperar en fila india delante de la caja, me pareció una bendición. Es cierto, ciertísimo, eso del color del cristal con que se mira.
Total, que andaba yo ensimismada y pensativa, haciendo cábalas y considerando que puede que no tuviera que vender el coche aunque sí seguir sin usarlo más que lo imprescindible, cuando llegó mi turno. Finiquité mis gestiones con la empleada bancaria y volví a patear la calle. Un taconeo presuroso a mi espalda, me llevó a girar la cabeza.
—¡Marina! ¡Alto ahí, Marina Valdemorillos! —Una mujer joven me reclamaba desde detrás de sus gafas de intelectual.
—¡Felicia! —la reconocí— ¡Felicia Palmarés!
—Chica, qué alegrón, ¿cómo tú por aquí? —nos besuqueamos y ella apretó mi brazo con afecto.
—Pues ya ves, a cumplimentar unas gestioncitas para la empresa con la que trabajo, haciendo cola bancaria como todo hijo de vecino.
Felicia retrocedió un paso para tomar perspectiva y me repasó de arriba abajo, pero con cariño. Siempre me ha apreciado mucho y aunque le sobran los euros, es muy buena gente.
—Te veo fenomenal, como rejuvenecida —confesó.
—Serán las margaritas de las medias —reí sin remedio—. Los trajes de chaqueta con botón único me producían urticaria.
—Ay, nena, menuda faena te hicieron —cabeceó—. A tu despido siguieron muchos otros, pero ninguno con tanta crueldad. Al menos, los demás disponían de contrato y les endosaron una pasta gansa. Dejarte en la calle de la noche a la mañana y sin un duro…
—Calla, no me quiero ni acordar —palidecí—. Desde entonces no he levantado cabeza.
—Encima, Alejandra le contó a todo el mundo que se había topado contigo varias veces y que rezumabas soberbia, que soltabas pestes de Eagles & Walkers. Yo aseguraba que tú no eres de esas, por poco la despeluco, pero la mayoría de la gente se tragó su patraña.
Se me vinieron encima las marquesinas del edificio más cercano. Imaginar la mala imagen con la que mis antiguos compañeros se habían quedado… Yo, que siempre me había esforzado en complacerlos.
—No quiero vilipendiar a nadie… —comencé con cautela. Felicia, descontenta, arrugó la nariz.
—¿Ves a lo que me refiero, con que tú no eres de esas? Respondes a las bofetadas con sonrisas.
—Sospecho que Alejandra tuvo mucho que ver con que mi contrato no saliera jamás por la rendija de la impresora.
—No te extrañe —confirmó tras recapacitar un segundo—, es un mal bicho. Al final tuvo su recompensa porque la despidieron también.
—Sí, sí, algo me comentaron —balbucí. Recordar el espantoso encuentro en los lavabos del señor Casas, me erizó los vellos—. Ahora por el contrario, Dios me ha recompensado con una compañera de oficina excelente. He tenido una suerte bárbara.
Se abrió una pausa agradable. Me gustaba Felicia pese a tener poco en común con ella: una niña bien, destinada probablemente a ser mujer florero de un banquero golfista, pero había salido respondona, iba por libre y desposó a un camillero; yo una pobre economista venida a menos, jodida pero contenta. Al acabar mi bucle reflexivo, por sus gestos, entendí que no quería que la abandonase.
—Este encuentro inesperado no podemos desperdiciarlo, vamos a tomarnos un café —propuso. Se me cayó la cara al suelo. Mi cara de curranta esclavizada y resignada.
—Me encantaría Feli, pero las trompetas del deber me llaman. Tengo la mesa de la gestoría rebosando papelotes.
—No tengo nada que hacer hasta media tarde, puedo esperarte y en lugar de un café tardío, nos tomamos un aperitivo o mejor almorzamos. —Debí ser la mar de expresiva, porque me miró casi con pánico—. Porque tú comerás, ¿a que sí? —quiso asegurarse.
—Sí, sí claro. Tenemos una horita libre.
—Vaya, otra empresa en la que obligan a sus empleados a comer como los pavos —protestó—. No se hable más, han abierto un restaurante ahí mismo y hablan maravillas de su pastel de puerros, habrá que probarlo por si es mentira. Yo me encargo de que nadie nos pise la mesa mientras tú regresas, rematas la faena y comemos tan ricamente.
—Feli pero es que… —Parecía tan entusiasmada que cualquiera se negaba. Lo único que me ponía los pelos de punta es que esperase que yo le devolviera las miles de invitaciones a desayunar que le debía de mis tiempos de empleada en la financiera—. ¿Y si te dejo colgada? Porque no sería raro que mi jefa tuviese un antojo de última hora…
—Fumando te espero, como el cuplé y leyéndome los periódicos de hoy que los llevo retrasados. Marina, tengo miles de cosas que contarte y la primera se llama “segundo embarazo”. —Me hizo un puchero—. Invito yo.
Con la puntualización, me dejó más tranquila, y con la mención del preñado, intrigada; así que acepté de buen grado. Retorné corriendo a mi mesa, ordené los papelotes bancarios, organicé la agenda del día siguiente, me despedí de Adela y volví a bajar de carrerilla, atándome la bufanda al tiempo que sujetaba el bolso. Felicia me recibió cordial, plegando el diario y prestándome toda su atención.
Continuará...