CAPITULO 5

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Victoria vio a un hombre alto y moreno que charlaba tranquilamente con el recepcionista (inmediatamente lo identifico como el hombre que le decía que la amaba mientras sonreía con ella, en uno de los pocos destellos que había tenido de su pasado). Se arrimó instintivamente a César. El respondió colocándose ante ella para bloquearle la vista.
—No te pongas nerviosa (temiendo la reacción de Victoria al ver a Gerardo) —advirtió—. El en estos momentos solo es un competidor, eso es todo —dijo, y a continuación mencionó una cadena de hoteles que Victoria reconoció al instante—. Supongo que estará aquí espiando. Todos nos dedicamos a comprobar de vez en cuando si la competencia está ofreciendo mejor servicio que nosotros. Ya que nos ha visto, no vamos a poder evitarlo —dijo, en un tono que indicaba claramente que le habría gustado que las cosas fueran de otro modo—. Pero de ti depende cómo tratemos el asunto. Podemos simular que no sucede nada, intercambiar algunos cumplidos y alejarnos de él antes de que note que te sucede algo, o podemos mantenernos fieles a la verdad y meternos en la complicación de tratar de explicárselo todo.
Victoria también prefería la primera opción. La mera idea de tratar de explicar que no recordaba quién era le hacía sentir náuseas.
—Notará que cojeo —dijo—. Y la cicatriz... —instintivamente, se cubrió la sien con la mano.
César alzó la suya y le hizo bajarla.
—No —dijo con firmeza—. La cicatriz apenas se percibe excepto en tu mente.
—No tengo mente, ¿recuerdas? —se burló ella—. ¡Y ese hombre se dará cuenta en cuanto me hable!
—Es tu memoria lo que has perdido, no tu valor—dijo César, exasperado—. Todo lo que tienes que hacer es sonreír y dejar que sea yo el que hable. Eso puedes hacerlo, ¿no?
¿Podía?
—iCésar, Victoria! —exclamó una grave voz—. ¡Qué agradable sorpresa!
—Tal vez nosotros estemos más sorprendidos que tú —sugirió César en tono irónico mientras estrechaba la mano que le ofrecía el otro hombre.
—Me habéis atrapado con las manos en la masa en el campo enemigo —admitió Gerardo Salgado (mirando seductoramente a Victoria)—. ¿Qué puedo decir? A menos que te recuerde que la última vez que nos vimos la situación era la contraria —sonrió—. En Sidney, hace más o menos un año, si la memoria no me falla. Estaba echando un vistazo a mi establecimiento... pero sin esta encantadora criatura a tu lado para arreglarme el día. Hola, Victoria —murmuró con calidez a la vez que le ofrecía la mano—. Sigues tan guapa como siempre mi amor.
César apretó fuertemente las manos a sus costados.
—Gracias —dijo ella.
Si Gerardo Salgado se había fijado en su cicatriz, lo había disimulado muy bien, pensó, y sonrió agradecida. El tardó más de lo necesario en soltarle la mano, y Victoria notó que César se movía inquieto a su lado.
— ¿Qué tal van los negocios? —preguntó César, y su tono sonó tan cercano al enfado, que ella le dedicó una penetrante mirada de advertencia.
—Bien... aunque no tan bien como parece que te van a ti —replicó Salgado—Lo que me recuerda... —se volvió hacia Victoria y su rostro se animó visiblemente— El otro día pasé por el Bressingham esperando que ya estuviera abierto, te acuerdas amor, pasamos tantos momentos hermosos ahí pero...
Victoria había dejado de escuchar. El nombre Bressingham había hecho que algo se agitara en su interior, y de pronto se encontró experimentando un intenso pesar al que no supo cómo enfrentarse. Sin darse cuenta de lo que hacía, clavó las uñas en el brazo en que se apoyaba.
— ¿Acabas de llegar, Gerardo? —preguntó César con aspereza.
El otro hombre parpadeó, miró rápidamente de uno a otro y pareció darse cuenta de que de alguna forma, había metido la pata.
—Sí, estaba pidiendo la llave de mi habitación cuando los vi, así que...
—Entonces, permíteme que me asegure de que te den la mejor suite. Paga la casa, por supuesto, exclamo.
¿puedo saber que haces exactamente por estos lugares?
- Salgado le lanzo una sonrisa sardónica : Negocios y tratar de recuperar algo importante que me quitaron.
- César lo miró con cara de furia, no creo que puedas lograr tu cometido, el dueño de la posesión debe cuidarla mucho si te ha tomado tanto tiempo recuperarla y con un chasquido de dedos, llamó a un empleado y le dio instrucciones para que acomodara a Gerardo Salgado en una de las mejores suites.
- Luego en forma servicial, pasando el brazo por la cintura de su esposa y atrayéndola hacia su cuerpo señaló.
—Habría sido agradable cenar juntos, pero Victoria y yo salimos para Londres esta tarde y...
¿Tan pronto?, pensó Victoria reaccionando y saliendo de su trance.
—Es una pena —dijo Gerardo—. No solemos tener a menudo la oportunidad de...
Victoria se dio cuenta de que su mente parecía conectarse y desconectarse. Concentrarse en frases completas suponía un esfuerzo demasiado grande. No dejaba de oír la palabra «Bressingham» repetida una y otra vez en su mente. Le producía una intensa tristeza, pero no sabía por qué.
César subio un brazo por sus hombros y la hizo ponerse en movimiento. Se sentía como sumergida en una bruma a través de la cual pudiera oír a los dos hombres. Sin embargo no estaba allí con ellos. Era una experiencia muy extraña caminar y escuchar a pesar de estar sintiendo que se hallaba a muchos kilómetros de allí (nisiquiera le llamo la atención que Gerardo le dijera mi amor y la pequeña lucha verbal que tenia con César).
—Cara, Gerardo se está despidiendo de ti —murmuró una voz a su lado.
—Oh —dijo ella, y parpadeó pero no pudo enfocar la mirada—. Adiós, Gerardo. Me alegra haberte visto —las palabras surgieron automáticamente, mientras besaba en ambas mejillas a Gerardo con una sensualidad y coquetería, como si todavía sintiera algo por ese hombre.
Gerardo la abrazo suavemente mientras le decía al oído, sabes que siempre podrás contar con migo verdad, no olvides que te amo.
Victoria todavía no salía de su trance mientras César la tiro fuertemente hasta su lado y se la llevo del lugar visiblemente enojado..
Lo siguiente que supo fue que se hallaba en el ascensor y que César la estaba sujetando literalmente contra la pared.
—No hace falta que hagas eso —protestó—. Puedo arreglármelas sola, gracias.
El no se aparto busco su boca con la mirada y la beso apasionadamente mientras recorría su cuerpo con las manos, y le decía, porque tienes que coquetear con él, delante de mí, que no sabes que te amo con locura, maldita seas, todavía no lo has olvidado. Victoria que realmente no se había dado cuenta lo que pasó notó que estaba preocupado, aunque en esa ocasión no le preguntó qué había causado su extraña reacción y se sintió ligeramente temerosa por que el la aferraba fuertemente a su cuerpo, como marcándola con sus caricias.
- No no lo permitiré de nuevo, dijo César, no dejaré que te vallas de mi lado te necesito.
- Ella no supo por que respondió como lo hizo, fue por instinto, no te necesito.
—No pareces habértelas arreglado muy bien sin mí este último año —dijo César—. De hecho, aseguraría que has hecho de tu vida un caos tratando de arreglártelas por tu cuenta —para reafirmar sus palabras, alzó una mano y tocó con suavidad la cicatriz de la sien de Victoria.
Ella apartó el rostro tan violentamente, que el otro lado de su cara golpeó contra la pared del ascensor.
— ¡Estúpida! —estalló César—. ¿Qué creías que iba a hacerte?
—¡No vuelvas a tocarme así! —espetó Victoria—. ¡Te odio! ¡No sé por qué, pero te odio!
César suspiró.
—Estás reaccionando de forma exagerada.
—Tal vez —concedió ella—. Pero...
¿Pero qué?, se preguntó, impotente. Sabía que estaba reaccionando de forma exagerada ante casi todo, pero no podía controlarse.
—Bressingham —dijo con voz ronca—. ¿Qué es Bressingham?
— ¿Por qué? —preguntó César, reacio.
—Porque he reconocido el nombre, pero no logro recordar de qué.
—Es la historia de tu vida.
El ascensor se detuvo y entraron dos personas, frustrando la respuesta que Victoria habría querido darle.
De manera que devolvieron educadamente las sonrisas que les dedicaron los recién llegados y permanecieron en silencio mientras el ascensor seguía su camino. Para cuando este se detuvo unas plantas más arriba y los intrusos salieron Victoria empezaba a preguntarse si su garganta volvería a abrirse alguna vez.
Las puertas se cerraron y volvieron a ascender sin decir nada. En la siguiente parada, César alargó una mano para sostener las puertas e indicarle que habían llegado a su planta.
Reacia, Victoria avanzó cojeando. Cuando iba a pasar a su lado, la voz de César la hizo detenerse.
—No me odias, Victoria. Solo te gustaría odiarme.
Por algún motivo, no supo por qué, ella lo abofeteó de lleno en el rostro.
Durante lo que pareció una eternidad, ambos permanecieron quietos, mirándose, ella sintiendo un dolor y una rabia que no lograba comprender y él una furia apenas controlada.
Haciendo uso del poco sentido común que sentía que le quedaba, Victoria se volvió y se alejó de él temblando. Pero una vez más tuvo que esperar a que él llegara y le abriera la puerta.
En cuanto entró, se dirigió a su dormitorio y, también una vez más, César observó cómo escapaba mientras se decía que lo mejor que podía hacer era dejarla en paz... a pesar de que aún le ardía en el rostro la bofetada que le había dado.
Solo que en esa ocasión no pudo dejarla. En esa ocasión se negó a quedar fuera por una puerta cerrada. Furioso, herido en su orgullo, no se lo pensó dos veces cuando decidió ir tras ella.
VICTORIA estaba en medio de la habitación, tratando de justificar desesperadamente lo que había hecho, cuando la puerta se abrió de repente.
Su corazón comenzó a latir más rápidamente. César estaba enfadado y no podía culparlo por ello. Aún llevaba en el rostro la marca de sus dedos. El remordimiento la impulsó a hablar.
—Lo siento —dijo de inmediato—. No pretendía hacerlo. No sé qué me ha pasado.
César hizo caso omiso de su disculpa. Cerró la puerta con ayuda del pie. Su mirada y la dura línea de su boca no resultaban nada alentadoras. Un escalofrío recorrió la espalda de Victoria, quien decidió que aquel podría ser un buen momento para desmayarse.
Pero no se sentía nada débil. De hecho, se sentía inquietamente...
—No... no... —balbuceó y alzó una mano para frenar el avance de César—. Quédate ahí. Deja que te explique.
Él siguió avanzando. El miedo y una inesperada excitación se apoderaron de Victoria cuando César se detuvo a escasos centímetros de su temblorosa mano.
—Han sido... veinticuatro horas muy... muy difíciles para mí —explicó, nerviosa—. Estaba alterada y... y he saltado. No quería, pero...
—Adivina quién más ha saltado —dijo César, a la vez que tomaba su mano y la utilizaba para atraerla hacia sí.
Los suaves pechos de Victoria impactaron contra el sólido pecho de César. Fue como entrar en contacto con electricidad pura. Ella trató de liberarse, pero ya era demasiado tarde; César había pasado la otra mano por su cintura y la sujetaba con firmeza contra sí. Inclinó su oscura cabeza hacia ella.
Victoria se retorció, protestó, gimió y le devolvió el beso como si no pudiera saciarse de él. Fue terrible. Se sentía terriblemente avergonzada, pero eso no impidió que presionara más su cuerpo contra la dureza del de él.
Porque deseaba aquello. Deseaba lo que sabía que iba a suceder con la necesidad de una mujer que llevaba demasiado tiempo esperando a que llegara aquel momento.
Demasiado tiempo... repitió en su mente, y supo que era cierto. Demasiado tiempo sufriendo, demasiado tiempo deseando, demasiado tiempo esperando a que aquel hombre acudiera a ella.
Aquel pensamiento hizo que un sollozo atenazara su garganta. César lo sintió y alzó la cabeza para mirarla. Aún estaba enfadado. Ella lo vio en el brillo de sus ojos. Y también vio la pasión, el deseo que lo consumía.
—Has desahogado tu genio conmigo muchas veces, cara —dijo—, pero hasta hoy nunca me habías alzado la mano.
—Lo siento —repitió Victoria, y liberó la mano que él sostenía para acariciar la mejilla en que lo había abofeteado.
—Maldita hipócrita... —murmuró él antes de volver a besarla.
Ella sabía que tenía razón, pero eso no impidió que ambos disfrutaran de una sensual serie de besos y frenéticas caricias.
Cuando César susurró algo contra su boca y ella comprendió que pretendía parar, comenzó a desabrocharle casi con desesperación los botones de la camisa para poder sentir bajo sus manos la cálida piel de su pecho. Al instante, César olvidó su intención de parar y deslizó las manos bajo la blusa de Victoria para acariciarla. Ella dejó escapar un dulce suspiro.
—No sabes a qué me estás invitando... —murmuro él.
«Sí lo sé», pensó ella.
—No hables —ordenó, pues temía que las palabras rompieran el embrujo que los rodeaba.
César respondió deslizando la punta de su lengua entre sus labios para que volviera a separarlos. Cuando sus lenguas se encontraron de nuevo, él comenzó a acariciarla por todo el cuerpo, a seducirla con su boca... y la ropa de Victoria empezó a desaparecer. No le importó; de hecho, le gustó que así fuera. César le acarició los pechos, la espalda, la suave curva de su trasero...
Finalmente decidió tomarla en brazos y llevarla a la cama. Tras dejarla con delicadeza sobre el colchón, la miró con ojos oscurecidos por el deseo.
— ¿Quieres que paremos ahora?
Hablaba en serio. Victoria supo que si le pedía que la dejara, lo haría de inmediato. Pero en ningún momento se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad. Lo miró a los ojos y susurró:
—No.
El la recompensó con otro apasionado beso, y no se detuvo allí. Empezó a besarla en todas partes. La besó en la barbilla, en la nariz, en los párpados... y cuando deslizó la lengua en torno a la cicatriz de su sien, Victoria sintió que aquella había sido la caricia más dulce que había recibido en su vida.
Luego, sin dejar de besarla, le hizo entreabrir las piernas y comenzó a acariciar delicadamente con un dedo el centro de su sexualidad, que se abrió como una flor a la luz del sol.
—César... —susurró Victoria, jadeante, y él sintió la poderosa droga del placer recorriendo su cuerpo.
Aquella mujer era suya. «Mía», pensó posesivamente. Cada suspiro, cada estremecimiento de placer, cada célula que conformaba su cuerpo eran suyos. Incluso sus pensamientos pertenecían a él mientras la acariciaba de aquella manera.
Pero no era suficiente. Quería más. Lo quería todo, decidió mientras el poder de su pujante deseo crecía hasta volverse prácticamente incontrolable.
Sin decir nada, se apartó de ella para desvestirse y unos momentos después estaba tumbado a su lado, desnudo, acariciándola de nuevo, besando cada centímetro de su cuerpo, enloqueciendo y haciéndola enloquecer de deseo.
Cuando la penetró lo hizo con tal ardor y fuerza, que Victoria pensó que debería haberle dolido, pero en realidad fue una de las sensaciones más exquisitas que había experimentado en su vida, y le dio la bienvenida en su interior como a un amante largo tiempo añorado.
—César... —susurró de nuevo.
Aquello hizo que él perdiera por completo el control. La penetró una y otra vez como si fuera un hombre al que hubieran dado su última oportunidad de experimentar aquel nivel de éxtasis. Y ella recibió cada ardiente empujón con un gemido de placer que fue aumentando de intensidad según se acercaba a la meta hacia la que él la estaba llevando.
Sin embargo, cuando la alcanzó se quedó en completo silencio, y la mano de César tembló cuando apartó el pelo de su frente para ver como absorbía las oleadas de placer que estaba provocando con sus movimientos.
Momentos después, se unió a ella. Con un último, lento y delicado empujón, cerró los ojos y sus rasgos se afilaron cuando empezó a derramar su propio y ardiente placer.
Ninguno de los dos fue consciente de nada durante los siguientes minutos mientras volvían a recuperar poco a poco la cordura.
Cuando César se hizo consciente de que estaba apoyando todo su peso sobre ella, se tumbó a su lado, reacio. Permanecieron así largo rato, con los ojos cerrados y los cuerpos totalmente relajados, esperando a que la realidad llegara a imponerse de nuevo. Era la calma después de la tormenta, con otra tormenta aguardando en la distancia, amenazando con romper según lo que decidieran hacer o decir a continuación.
Finalmente, César se volvió para mirar a Victoria y deslizó un dedo por su mejilla.
— ¿Estás bien? —preguntó con voz ronca.
Ella asintió y, aunque abrió los ojos, no pareció sentirse capaz de mirarlo directamente, de manera que miró al techo mientras admitía sombríamente:
—Conocía tus caricias.
César detuvo el dedo con el que la estaba acariciando y ella lo tomó con fuerza en su mano.
—Te conocía —añadió.
César no trató de recuperar su dedo.
—Has dicho «te conocía», no «te conozco». ¿Significa eso algo especial?
Victoria cerró los ojos y sintió que una solitaria lágrima escapaba de cada uno de ellos.
—No... simplemente reconozco tus caricias y durante un rato te he reconocido a ti.
Ese era el motivo por el que le estaba aferrando el dedo con tanta fuerza, pensó César con pesar, y quiso llorar con ella, pues todo aquello resultaba muy desconsolador.
—Tengo tanto miedo de no volver a reconocer nada... —susurró Victoria.
César pasó un brazo tras ella y la atrajo hacia sí.
—Todo irá bien, cariño —se esforzó por hablar con seguridad, aunque él no estaba más seguro de nada que ella—. Confía en mi, cara, y te prometo que haré que pases por esto rápidamente y con el menor dolor posible.
— ¿Será doloroso?
César suspiró.
—Sí —no tenía sentido negarlo.
A fin de cuentas, ese era el motivo por el que debían tomarse las cosas con calma.
Y por el que ni siquiera deberían estar allí.
«Eres un estúpido», se dijo. Lo que acababan de hacer no era precisamente lo que más convenía a Victoria en su estado. «Mantén las manos alejadas de ella hasta que tengas derecho a tocarla», se había dicho, porque era muy consciente de que había perdido ese derecho doce meses atrás. ¿Y qué había hecho? Menos de veinticuatro horas después de haber vuelto a verla, la había tumbado en la cama más cercana y se había tomado todas las libertades que había querido y sin protección a sabiendas que la podía embarazar.
«Bien hecho, César», se burló de sí mismo con aspereza. «Al menos, la última vez lograste esperar toda una semana antes de llevártela a la cama. Esta vez apenas has podido esperar un día».
Pero eso no iba a volver a suceder, se prometió. ¡No hasta que Victoria hubiera recuperado todos sus recuerdos!
Estuvo a punto de gemir de frustración cuando ella deslizó distraídamente sobre sus labios la punta del dedo que aún sostenía. El cuerpo de César despertó al instante. Cerró los ojos y obligó a sus sentidos a volver al estado letárgico en que habían estado languideciendo durante todo un año.
—Vamos —salió de la cama y luego se volvió hacia Victoria para ayudarla a hacer lo mismo. Ya se estaba acostumbrando á esperar pacientemente mientras ella utilizaba sus antebrazos como apoyo hasta que conseguía mantener el equilibrio—. ¿Estás bien? —preguntó cuando ella aflojó las manos.
—Mmm —asintió ella.
César bajó la mirada para asegurarse de que se las estaba arreglando bien antes de soltarla. Al hacerlo, su mirada se posó involuntariamente en la mata de rizos que había entre sus cremosas piernas, lo que le recordó ciertos placeres sensuales con los que aún no se había reencontrado... Pero se volvió antes de que ella pudiera ver el efecto que le estaba produciendo.
—Bien. Ahora ve a ducharte y luego prepara tus cosas mientras yo hago lo mismo —dijo mientras recogía su ropa del suelo—. Si es posible, me gustaría salir de aquí antes de una hora.
— ¿Aún nos vamos hoy?
El tono de Victoria hizo, que César se volviera hacia ella. Seguía donde la había dejado, como una bellísima diosa de Tiziano, con una expresión perdida y asustada que lo conmovió profundamente.
Ella no quería dejar Devon, pues aquel era el único lugar en que había llegado a sentirse mínimamente segura tras el accidente. Pero él no tenía más remedio que insistir en que se fueran, porque el pasado de Victoria estaba en Londres, y también el futuro de él... si acaso ella decidía concederle uno cuando recuperara la memoria.
—Por supuesto —dijo.
—A Londres —murmuró Victoria, y César odió ver la vulnerable expresión de sus ojos.
Era imposible permanecer impasible y, con un suspiro, se acercó a ella y la besó una vez más.
—A nuestra casa —corrigió—. A nuestra casa.
PASÓ más de una hora antes de que uno de los dos pronunciara alga más que unas frustrantes sílabas con naturalidad.
Las barreras habían vuelto a alzarse entre ellos en cuanto César había dicho «nuestra casa». Victoria sospechaba que él había alzado su barrera porque no iba a cambiar de opinión y no quería discutir al respecto. Ella había alzado la suya porque habría querido protestar pero carecía de base real para ello.
Era lógico que César quisiera llevarla de vuelta a su casa, razonó. Probablemente allí encontraría la clave de su situación y, si quería recuperar la memoria, su casa era el lugar más lógico para buscarla.
Pero aceptar todo aquello no evitaba que temiera la llegada del momento. De manera que era más fácil estar callada, que arriesgarse a meter la pata hablando.
Era evidente que el silencio estaba afectando a César, porque no dejaba de lanzarle miradas rápidas y tensas mientras conducía.
— ¿A dónde crees que te llevo? —explotó finalmente—. ¿Al infierno y la condenación?
Al ver que Victoria volvía el rostro hacia la ventanilla y se negaba a responder, empezó a mascullar maldiciones, la mayoría de ellas en italiano, que describían sus irritación con las mujeres malhumoradas, el tráfico de las autopistas británicas y toda la situación en general.
— ¿Siempre has tenido tan mal genio? —preguntó Victoria en tono irónico cuando por fin se calló.
—No, lo aprendí de ti —replico—. Con cualquier otro soy frío como un témpano.
—Eso me sorprende.
— ¿Por qué? Dirijo una importante multinacional, y eso no se puede hacer con eficiencia si uno deja que las emociones manden sobre la cabeza.
—El temperamento italiano tiene fama de ser muy volátil —dijo Victoria.
Fue como agitar un pañuelo rojo ante un toro enfadado.
—También hago el amor en italiano —espetó César, aunque ni siquiera él comprendió el paralelismo.
—Pero tu nombre es francés, ¿no?
Él asintió.
—Mi madre era francesa y mi padre italiano —explicó—. Pero yo nací y me crié en la ciudad de Filadelfia. Solías llamarme «mestizo» —añadió con una sonrisa—, y yo solía replicar llamándote...
—«Gata callejera» —dijo Victoria.
César retiró el pie del acelerador. Ella se irguió en el asiento y permaneció en silencio, anonadada.
—Lo recuerdas —susurró César, que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para concentrarse en la conducción mientras Victoria se ponía pálida a su lado. Al mirarla de reojo empezó a preocuparse—. Háblame —dijo.
Pero enseguida quedó claro que no podía hacerlo. César echó un rápido vistazo a los espejos y empezó a cambiar de carriles por si tenía que detenerse en el arcén. Mientras lo hacía apoyó su mano izquierda en las de Victoria, que las tenía enlazadas con firmeza sobre su regazo.
—Háblame —repitió con firmeza.
—Estoy bien —susurró ella, pero ambos sabían que no era cierto—. No voy a sufrir un ataque de histeria.
César vio en ese momento un cartel que anunciaba un área de servicio cercana y dio las gracias en silencio a quien fuera que hubiera decidido ponerla allí.
Unos minutos después, detenía el coche en el aparcamiento del área de servicio. Bajó de inmediato y fue a abrir la puerta de Victoria. Aún estaba demasiado pálida, demasiado quieta.
—Vamos —dijo, y tiró de ella con suavidad para que saliera del coche.
Victoria obedeció sin decir nada, enterró el rostro en el cuello de César y permaneció así largo rato, tratando de absorber parte de su energía y calidez.
—Lo siento —murmuró finalmente, y se irguió—. Me ha conmocionado oírme a mí misma diciéndolo y saber que era cierto.
César apoyó las manos en sus mejillas y le hizo alzar el rostro.
—No creo que tenga importancia —hizo un esfuerzo por mostrarse desenfadado—. Supongo que lo que debería preocuparnos de verdad sería que ni siquiera ocasionalmente pudieras recordar nada.
— ¿Fue eso lo que dijo el médico?
—Sí. Pero se supone que yo no debería forzar la situación en absoluto, cosa que he hecho al mencionar el pasado. De manera que debería ser yo el que se disculpara, no tú.
Fue un detalle tan dulce que dijera aquello, que Victoria sintió ganas de empezar a llorar. El debió captarlo en su expresión, porque su tono se volvió repentinamente animado.
—Ya que hemos parado, no estaría mal que tomáramos un sándwich y algo de beber.
Tema zanjado, pensó Victoria, que no tenía ninguna gana de discutir aquella decisión.
Media hora después, estaban de vuelta en la carretera y empezaba a anochecer. Después de tomar un sándwich y un café, Victoria se sentía un poco mejor, menos tensa respecto a la idea de ir a Londres y más relajada con César.
—Háblame de Bressingham —dijo.
El la miró un momento antes de volver a concentrarse en la carretera.
—El Bressingham es un hotel —contestó escuetamente.
Victoria frunció el ceño.
— ¿Uno de los tuyos? —cuando César asintió, añadió—: ¿Es ahí donde te conocí? ¿Yo trabajaba en el Bressingham?
—Sí.
—Y ese es el motivo por el que Gerardo Salgado relaciona específicamente ese hotel conmigo —concluyó ella.
— ¡Mira eso! —exclamó de pronto César, a la vez que señalaba algo delante de ellos—. Me temo que está a punto de caernos encima un chaparrón terrible.
Y tenía razón. El agua empezó a caer sobre ellos un segundo después.
—Ahora, nada de hablar mientras me concentro —añadió, y puso en marcha los limpiaparabrisas (era la escusa perfecta pensó César, si recuerda la perdería irremediablemente sin darle la oportunidad de reconquistarla).



Gracias a todas las que comentan y dan like, tratarè de publicar otros 2 el viernes.

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