II Un Omega saludable

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Con el correr del tiempo, que pasó más rápido de lo esperado, Holmes se había hecho con cierto renombre, su salud había mejorado considerablemente e incluso se había mudado; todo eso gracias a John. Por cinco años Holmes había reprimido su instinto Alfa de devorar a ese Omega que cada día solo se hacía más hermoso y erótico a sus ojos.

Durante ese tiempo, John había ganado peso, ya no parecía que fuera a morir de hambre, sin embargo, como el niño que todavía era, por más que comía no engordaba. Holmes le había contratado tutores expertos y sobre calificados para instruirle. Le llenaba de obsequios, mimándole hasta decir basta y John siempre le sonreía. El dinero había dejado de ser un problema cuando se corrió la voz sobre su intachable y discreta conducta entre las personas de la más alta y adinerada sociedad, no solo de Londres. Su nuevo hogar era más espacioso, el ama de llaves tenía un buen carácter y trataba a John como a su nieto, además de encargarse de cuidarlo cada vez que Holmes tenía que ausentarse mucho tiempo.

John ahora tenía trece años, aunque seguía siendo un chico pequeño. Su cabello rubio antes opaco ahora brillaba e iluminaba su rostro aún infantil. Las mejillas rosadas acompañaban a la perfección sus finos labios rojos, haciendo juego perfecto con su redondeado rostro. Cada noche, Holmes no podía despegar la vista de su cuerpo pecaminoso. John tenía piernas largas, blancas, tersas. Un pequeño torso con pezones como botones de cerezo, brazos finos y manos pequeñas. Pero, sobre todo, el Omega poseía un redondo trasero, acompañado por una rojiza diminuta polla. Misma que Holmes amaba fantasear lamerle, saborearle.

A pesar de los años y los cambios tan drásticos en sus vidas, el Alfa no había cambiado en absoluto sus infames deseos. Todavía amaba el aroma de John. Aún esperaba poder superar esos depravados pensamientos, pero cada día se sentía más vencido por ellos. Se estaba hundiendo lentamente en aquel infierno. Un infierno que tenía olor a paraíso.

Desafortunadamente para Holmes, salir de esa vorágine de deseos perniciosos resultaría, más ahora que nunca antes, por completo imposible. Había llegado a la conclusión de que solo la muerte le haría desaparecer tal deseo, y no era exagerado. No hacía más de tres años que su precioso John le había confesado por qué no deseaba dormir en su propia habitación, luego de que Holmes le hubiese insistido por toda una semana. Para el olfato de John, el olor de Holmes resultaba adictivo, tal era su apego por él que siendo tan solo un niño, había encontrado en el aroma del detective un lugar seguro que le protegería de todo mal.

Hasta ese día Holmes finalmente supo por qué el Omega era tan apegado a él, al mismo tiempo había llegado a la irrefutable conclusión de que, a los veintitrés años, al ver en la lejanía al pequeño John, encontró a su alma gemela. Debería de haberse sentido feliz en aquel momento, pues encontrar a la persona que es tu otra mitad en ese mundo cada vez más lleno de gente sería considerado más como un milagro, ergo, el alma gemela de Holmes tenía tan solo ocho años. Había sido vendido por su padre a un maestro deshollinador y corría un severo cuadro de desnutrición que más pronto que tarde le hubiera llevado a la muerte.

Ahora el detective tenía veintisiete, su Omega apenas estaba en edad para tener su primer celo. De cualquier forma que se viera, eso estaba mal. Era incluso peor cuando John se había enterado por cuenta propia por qué tenía deseos por nunca separarse de Holmes. El Omega era muy inteligente, por lo que si quería saber algo sin preguntárselo a él, no demoraría mucho en averiguarlo por cuenta propia. Y, ante ese conocimiento, John no tardó más de un día en dejar de llamar papá a Holmes. Mismo que había tardado solo un par de segundos en dar cuenta de ello.

—¿Cómo me has llamado, John? —Preguntó el Alfa a medio camino de dar un bocado a su pan con mantequilla.

—Sherlock —rectificó John, masticando tranquilamente un poco de los huevos revueltos que la abuela Hudson había hecho especialmente para él.

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