Prólogo: De la pobre alma rechazada

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Para muchos, la adolescencia es la mejor etapa de sus vidas. No eres forzosamente un niño, pero tampoco se te considera un adulto. Visto así, podría decirse que se trata de un punto intermedio en el que puede gozarse de cierta libertad.

Mi padre siempre me dijo que era necesario cometer algunos errores para poder aprender las cosas que ni él, ni mi madre, ni la escuela eran capaces de enseñarme. Conocimiento empírico, le llamaba en algunas de nuestras pláticas.

Desde que entré a la secundaria, las palabras de mi padre empezaron a cobrar mucha fuerza. Y si en algo tenía toda la razón del mundo, fue que el primer amor que yo experimentara probablemente resultaría ser una putada. Una verdadera mierda.

Cursaba el segundo año en secundaria y era catorce de febrero, Día del Amor y la Amistad. O quizás debería nombrarlo como El Día de Todos los Suicidas Enamorados, pues muchos, incluyéndome, tenían la costumbre de declarársele a la chica que les gustaba ese preciso día.

Sin saber el destino que me aguardaba, decidí declarármele a la chica más bonita del salón, de quien yo había estado enamorado desde que llegó a la clase, pues era una compañera nueva que no estuvo en la clase el año anterior.

Sólo que no estaba preparado para formar parte de los llamados soldados caídos.

––¿Disculpa? ––dijo aquella chica, de cuyo nombre decidí olvidarme para poder enfocarme en el que se convirtió en mi objetivo.

Tragué saliva y le estiré un sobre blanco.

––E-esto es para ti, Jaqueline Tirado. P-por favor acéptalo.

Era una carta de amor, algo totalmente típico para cualquier chico de México. Típico y con distintos niveles de dolor según el dinero que hubiera gastado y el esfuerzo empleado, ya que algunos peluches, por ejemplo, son tan grandes que es casi imposible ver por donde caminas.

––¿Y por qué debería aceptar eso?

––B-bueno... p-porque tú... ––No podía sostenerle la mirada y me miraba con ojos carentes de emoción; parecía como si en realidad la estuviera fastidiando––. M-me gustas.

Y lo dije, aún cuando era demasiado tímido como para saludarla en el salón cada día o hablar con ella durante los descansos. De hecho, lo único que hacía era mirarla de lejos y cruzar miradas con ella de vez en cuando. Siendo una relación tan rara como esa, ¿realmente esperaba que aceptara mi declaración? ¿De verdad esperaba que mi acné surtiera algún efecto seductor sobre ella? ¡Maldición!, inclusive recordé que no me había lavado los dientes.

No supe cuánto tiempo permanecí de pie frente a ella. En algún momento, ella cruzó los brazos y soltó un bufido, o quizás fue un suspiro.

––¿Yo te gusto? ––preguntó entonces.

––¿Eh? S-sí

––¿Entonces por qué sólo te la pasas mirándome?

––B-bueno... es que... ehm... err...

––¿Qué?

Apreté la mano en que sostenía la carta, arrugándola un poco. Tanto que me había esforzado en componer el poema que incluí junto a la misiva. Tantas risas que soporté de parte de mis hermanas cuando les pedí ayuda. En ese momento lo comprendí.

––Escucha bien ––dijo al ver que yo no podía con mi timidez e inseguridad––: asistimos a la misma clase, pero jamás me saludas ni me hablas. Sólo te la pasas viéndome. Me incomoda que lo hagas, en especial porque algunas veces quise hablarte yo, pero salías corriendo como niño asustado. Tu actitud me desagrada, y por la forma en que me miras a veces hasta escalofríos me dan. Eres feo, cobarde e infantil. ¿En serio piensas que voy a aceptarte así de fácil cuando ni siquiera sé cómo te llamas?

––Me llamo...

––Eso no importa. ¿Sabes qué? Olvídalo. No quiero que me dirijas la palabra. Nunca. ¿Me oíste? Suficiente tengo ya con estar en la misma clase que tú.

Y, sin esperar alguna respuesta, ella se dio la vuelta y se fue. Me dejó con la mano estirada y escuché algunas risas detrás de mí. Al darme la vuelta, vi a muchos estudiantes, de pie y asomados a las ventanas de otros salones, observándome atentamente.

Otro soldado caído, ¿no es así? ¿Se echará a llorar o sólo se va a quedar parado allí? Sus caras me lo decían. Sin embargo, y dado que era un pobre infeliz que había sido rechazado, me eché a correr, empujando a varios en el camino. Algunos me insultaron, pero no me importó. ¿Valía la pena soportarles la bronca después de lo que me había pasado?

Bah.

El chisme se esparció tan rápido como un arma biológica en mi clase y todos, excepto aquella chica de quien ya ni quería recordar su nombre, se burlaron de mí. Me dibujaron corazones rotos en mi pupitre con plumón negro antes de que regresara al salón, los muy desgraciados, y emprendí toda una odisea de regreso a casa para no encontrarme con nadie.

Me sentía muy mal, así que sólo me desahogué cuando llegué a mi cuarto.

Estaba a mitad de un llanto amortiguado por mi almohada cuando escuché que tocaban a mi puerta.

––Eddie ––era una de mis hermanas, Lilia; ella cursaba el segundo semestre de preparatoria––. Ni siquiera saludas. Cuéntame cómo te fue con esa chica.

––Vete. No quiero hablar de eso ––dije, sorbiendo mocos y limpiándome las lágrimas con la camisa del uniforme.

––¡Increíble! ¡Lo hiciste! ¿Estás llorando?

––No estoy llorando. Me tropecé a la salida y me entró tierra en los ojos.

––Qué chistosito. Abre la puerta.

––No quiero. Lárgate.

––¿Por qué tanto escándalo? ––preguntó otra voz; mi otra hermana, Diana, que iba en cuarto semestre en la preparatoria.

––No sé muy bien los detalles, pero rechazaron a Eddie.

––Era de esperarse. Está bien feo.

––¿Quieren dejar de hablar de eso frente a mi habitación? ––me quejé.

––No seas chillón ––instó Diana––. Te rechazó y ya. Tampoco es el fin del mundo.

––Qué fácil es para ti decirlo, Diana. Tú no eres hombre.

––¿Y eso qué? Lilia y yo te dijimos que esto podía pasar. Mejor abre la puerta. Sabes que a mi mamá no le gusta que las puertas estén cerradas dentro de la casa.

––Me vale verga.

Lilia soltó un chillido y Diana golpeó la puerta.

––Cero groserías, macho, ¿recuerdas?

––¡Lárguense! ¡Quiero estar solo!

––Diana, mejor dejémoslo en paz. No quiere hablar con nosotras.

Otro golpe fuerte a la puerta.

––Pinche joto ––gruñó Diana del otro lado.

––¡Diana!

––Ya sé. Ya sé.

Se fueron. Ahora que estaba solo, me solté otra vez a llorar.

Sí. Así fue el peor día de mi vida. Pero también fue el día en que decidí cambiar. Si las mujeres se daban el lujo de rechazar a tantos hombres que se les declaraban, ¿por qué yo no iba a hacerlo, en nombre de mis camaradas caídos?

No, no, no. Mejor aún. ¿Por qué no mejor me volvía un Don Juan y me dedicaba a conquistar a cuanta chica se me cruzase en el camino? Ah, sí. Porque era feo.

––Para nada ––balbuceé, tranquilizándome un poco y apartando mi cara de la almohada––. Verbo mata carita, ¿no?

Me puse de pie. Ya no era tiempo de ser tímido. Era tiempo de cambiar, ser alguien distinto. Y por mis pantalones que así iba a hacer.

––Me voy a hacer de muchas novias, claro que sí. Tendré muchas novias y me casaré con todas ellas. Lo juro.

Sí. Decidí volverme un mujeriego.

¿Por qué no soy yo el protagonista de este harem?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora