capitulo 3

5 1 0
                                    

En consecuencia, a la mañana siguiente se encaminó al parque cargado con una atractiva caja de marrons glacés y violetas de azúcar como regalo de despedida para
la niña. Su razón le decía que esto era un tópico de lo más tonto, que había elegido un mal momento para reclamar su atención, aunque quien lo hiciera fuese un excéntrico
desinhibido, sobre todo teniendo en cuenta que hasta ahora—acertadamente— apenas si le había hecho caso (hacía tiempo que era un maestro en el arte de disimular
relámpagos), se había abstenido de parecerse a uno de esos clásicos viejos pútridos que siempre llevan encima unos caramelos para engatusar a las chiquillas, de modo que a pesar de todo se fue para allí con su regalo, siguiendo un secreto impulso más
exacto que la razón.

Pasó una hora entera en el banco, pero no llegaron. Debían de haber partido un día antes de lo previsto. Y a pesar de que un encuentro más con ella no habría en modo alguno aliviado la opresión que había estado acumulándose en su pecho
durante la última semana, sufrió la misma mortificación abrasadora que un amante traicionado.

Sin dejar de seguir ignorando la voz de la razón, que le decía que estaba
equivocándose otra vez, corrió a casa de la viuda y compró la lámpara. Cuando se fijó en la respiración extrañamente jadeante del caballero la mujer le invitó a sentarse y le
ofreció un cigarrillo. Mientras buscaba su encendedor, el caballero tropezó con la caja rectangular y, como el personaje de un libro, dijo:
—Quizás le parezca extraño, ya que hace muy poco tiempo que nos conocemos, pero permítame de todos modos ofrecerle esta fruslería, unos dulces, creo que sonbastante buenos. Me sentiría muy honrado si los aceptara.
Ella sonrió por primera vez —en apariencia se sentía más adulada que
sorprendida—, y le explicó que le estaban vedadas todas las cosas dulces que ofrecía la vida y que se los daría a su hija. Oh, creía que ya se habían…
No, mañana por la mañana —continuó la viuda, jugueteando, no sin pesar, con la
cinta dorada—. Mi amiga, que la malcría horriblemente, se la ha llevado hoy a una exposición de artesanía.
Suspiró y, remilgadamente, como si fuese un objeto muy frágil, dejó el obsequio en una mesita cercana, mientras su exquisito y encantador invitado le preguntaba qué
cosas podía tomar y cuáles no, y escuchaba luego la epopeya de su enfermedad, comentaba las variantes, e interpretaba con notable agudeza las más recientes distorsiones del texto.

A partir de la tercera visita (se dejó caer por allí para comunicarle que el camión de mudanzas no podría pasar antes del viernes) tomó el té con ella y le informó a su vez acerca de sí mismo y de su elegante y límpida profesión. Resultó que tenían un
conocido en común, el hermano de un abogado que había muerto el mismo año que el esposo de ella. De forma objetiva y sin remordimientos insinceros la viuda habló de
su marido, acerca de quien él ya conocía algunas cosas: fue un bon vivant y un experto en asuntos notariales; se llevaba bien con su esposa, pero había hecho los
mayores esfuerzos por permanecer en casa lo menos posible.

El jueves compró el sofá y las dos sillas, y el sábado pasó a recogerla, según lo acordado, para llevarla a dar un tranquilo paseo por el parque. Sin embargo, ella se encontraba muy mal, estaba en la cama con una bolsa de agua caliente, y le habló, a
través de la puerta cerrada, con una entonación salmódica. Él le pidió a la tenebrosa vieja que aparecía periódicamente por la casa para cocinar y cuidarla que le informase en tal número de teléfono acerca de cómo había pasado la noche la
paciente.
De este modo transcurrieron unas cuantas y ajetreadas semanas más, semanas de susurros, exploraciones, persecuciones, intensas reorganizaciones de aquella otra
soledad tan manejable. Ahora avanzaba hacia un objetivo concreto, pues, desde el momento en el que le ofreció los dulces, comprendió de repente cuál era el lejano
destino que parecía señalarle silenciosamente cierto extraño dedo sin uña (abocetado en un muro), y dónde se hallaba el verdadero escondrijo de aquella oportunidad tan
auténtica como cegadora. El camino era tan escasamente atractivo como carente de dificultades, y la visión de aquella carta semanal a Mamá, escrita con una letra todavía vacilante y retozona, abandonada con descuido inexplicable en un sitio
cualquiera, bastó para poner fin a toda clase de dudas.

el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora