capítulo 9

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Durante un instante, en el hiato de un síncope, también vio cómo lo entendía ella: una monstruosidad, una espantosa enfermedad, a no ser que ella ya estuviese enterada, o que fueran todas esas cosas a la vez. La niña miraba y chillaba, pero el
hechicero no oía aún sus chillidos; estaba ensordecido por su propio horror, de rodillas, cogiendo la colcha, tirando del cordón, tratando de frenar aquello, de ocultarlo, restallando en su espasmo oblicuo, tan insensato como un martilleo musical, descargando insensatamente cera derretida, demasiado tarde para frenarlo o esconderlo. Cómo rodó ella fuera de la cama, cómo se puso ahora a gritar, cómo salió despedida la lámpara con su capucha roja, qué fragor llegó desde el otro lado de la
ventana, un fragor que hizo añicos la noche, que la destruyó, que lo demolió todo, todo…
—Calla, no es nada malo, sólo es como un juego, a veces ocurre, pero calla, calla
—imploró él, viejo y sudoroso, cubriéndose con un impermeable que había entrevisto de pasada, temblando, poniéndoselo, no acertando el agujero de la manga.

Como una de esas niñas de los dramas de la pantalla, ella se escudó tras su afilado codo, se soltó de sus manos sin dejar de chillar insensatamente, y alguien estaba aporreando la pared, exigiendo un silencio imposible. La niña trató de salir de la habitación, no logró abrir la puerta, él no pudo coger nada ni nadie, ella se mostraba cada vez más
ligera, tan escurridiza como una inclusera de moradas nalgas, con una cara distorsionada de recién nacida que intentase saltar precipitadamente de la cuna para volver al útero de una madre tempestuosamente resucitada.
—¡A que te hago callar! —gritaba él (dirigiéndose a un espasmo, al punto final de la última gota, a la nada)—. De acuerdo, me iré, te…

Abrió la puerta, cruzó corriendo el umbral, la cerró ensordecedoramente a su espalda, y, escuchando aún los gritos, la llave agarrada en la mano, descalzo y con una mancha fría en el impermeable, se quedó paralizado, comenzó a hundirse gradualmente.
Pero de una habitación cercana habían salido ya un par de mujeres envueltas en sus batas; una de ellas —fornida, como un negro de pelo cano, con pantalones azules de pijama, una mujer que hablaba con la jadeante y espasmódica cadencia de un
continente lejano, y que dejaba traslucir su pertenencia a alguna sociedad protectora de animales o a algún club femenino— se había puesto a dar órdenes (¡ahora-mismo,
entlassen, et-tout-de-suite!) y, con un certero golpe de su garra en la mano de él, hizo caer la llave al suelo.

Durante varios segundos elásticos él y ella trabaron un combate de caderazos, pero en cualquier caso todo había terminado; emergieron cabezas por todos lados, repicó una campana en algún lugar, una voz melodiosa pareció dar por terminado, tras una puerta, el relato de un cuento infantil (el señor Dientes Blancos en
la cama, los robustísimos hermanos con sus pequeños rifles rojos), la vieja conquistó la llave, él le propinó un rápido cachete, y, con el cuerpo vibrándole de pies a cabeza,
comenzó a bajar corriendo los pegajosos peldaños. Un tipo moreno con barba de chivo, con unos calzoncillos por todo vestido, subía por la escalera; una prostituta
canija le seguía los pasos. Se cruzó con ellos sin detenerse. Más abajo apareció un espectro con zapatos de color marrón, y luego el viejo de las piernas estevadas, seguido por el ávido gendarme. Les dejó atrás. Olvidando a su espalda una multitud
de brazos sincronizados que se extendían por encima de la barandilla en un ademán de chapoteante invitación, saltó de un brinco a la calle, porque todo había terminado,
y era imperativo librarse, por medio de cualquier estratagema, de cualquier espasmo, del ya-innecesario, ya-visto y estúpido mundo, en cuya última página estaba plantada una solitaria farola con un gato oculto en las sombras de su base.

Cuando ya comenzaba a interpretar la desnudez de sus pies descalzos como una zambullida en
otro elemento, se precipitó hacia el cenizal de la acera, perseguido por los
retumbantes pasos de su rezagado corazón. Su desesperada necesidad de un torrente, un precipicio, unas vías de ferrocarril —lo que fuera, pero al instante—, le hizo
apelar por última vez a la topografía de su pasado. Y cuando, ante él, un rechinante gemido salió de detrás de la joroba de una esquina, y creció gradualmente hasta alcanzar su plenitud al superar la cuesta, dilató la noche y comenzó a iluminar el
descenso con dos óvalos de luz amarillenta, a punto de precipitarse hacia abajo, justo entonces, como si se tratara de una danza, como si el ondear de esa danza le hubiera
llevado hasta el centro del escenario, bajo esta creciente, rechinante, megatronadora mole, su pareja de baile en una cracoviana aplastante, este estruendoso monstruo de
hierro, este cine instantáneo de desmembramiento: eso es, arrástrame bajo tus ruedas, lacera mi fragilidad; viajo arrollado, contra mi aplastada cara; eh, no me hagas dartantas vueltas, no me despedaces; me haces trizas, ya basta… Gimnasia en zigzag del relámpago, espectrograma de la fracción de segundo de un rayo; y la película de la vida estalló por fin.

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Nabokov, Vladimir

Vladimir Nabokov (1899-1977) es uno de los más extraordinarios escritores del siglo XX. En Anagrama se le ha dedicado una «Biblioteca Nabokov» que recoge una amplísima muestra de su talento narrativo. En «Compactos» se han publicado los siguientes títulos: Mashenka, Rey, Dama, Valet, La defensa, El ojo, Risa en la oscuridad, Desesperación, El hechicero, La verdadera vida de Sebastian Knight, Lolita, Pnin, Pálido fuego, Habla, memoria Ada o el ardor, mientras que La dádiva, Cosas transparentes, Una belleza rusa, El original de Laura y Gloria pueden encontrarse en «Panorama de narrativas». 

 

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⏰ Última actualización: Jan 04, 2019 ⏰

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el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora