capitulo 4

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A la mañana siguiente acompañó a su monstruosa prometida a una consulta. Ella tenía que ver al médico, sin duda para formularle ciertas preguntas delicadas, puesto
que le dijo al novio que fuera al apartamento de ella y la esperase allí para comer juntos al cabo de una hora. Él había olvidado ya su desesperación nocturna. Sabía que
su amiga (cuyo esposo no la había acompañado) también había salido para hacer unos recados, y la anticipación del momento en el que iba a encontrarse a solas con la niñase fundía como cocaína en sus lomos. Pero cuando entró corriendo en el piso se la encontró charlando con la asistenta, rodeada de una rosa de los vientos. Él cogió un periódico (del día treinta y dos) e, incapaz de distinguir las líneas, permaneció largo
rato sentado en la salita ya arreglada, escuchando la animada conversación en las pausas que dejaba el aullido del aspirador en la habitación contigua, o contemplando el esmalte de su reloj mientras asesinaba mentalmente a la asistenta y facturaba el
cadáver a Borneo. Luego oyó una tercera voz y recordó que la vieja también se encontraba allí, en la cocina (le pareció que mandaba a la niña a la tienda de ultramarinos). Después terminaron los aullidos del aspirador, se cerró estrepitosamente una ventana, y cesó el ruido callejero. Permaneció esperando otro
minuto, y luego se puso en pie y, tarareando bajito y lanzando miradas a todos los rincones, comenzó a explorar el piso.

No, no la habían enviado a ningún lugar. Se encontraba junto a la ventana de su habitación, mirando la calle, con las palmas de las manos apoyadas en el cristal.
Ella se volvió y, sacudiendo sus rizos y reanudando ya su observación, le dijo a toda prisa:
—¡Mire… un accidente!
Él se acercó más y más, sintió en la nuca que la puerta se había cerrado sola, fue aproximándose a la ágil concavidad de la columna vertebral de la niña, a los frunces
de su cintura, a los cuadros en forma de losange de aquella tela cuya textura ya podía palpar desde dos metros de distancia, a las firmes venas azul pálido que se veían por encima del borde de sus calcetines hasta la rodilla, a la blancura de su nuca, que brillaba a la luz lateral que se colaba bajo sus rizos castaños, los cuales fueron vigorosamente sacudidos otra vez (costumbre en sus siete octavas partes, coqueteo en la restante).
—Ah, un accidente… un taxi-dente… —murmuró él, fingiendo que se asomaba a mirar por el hueco de la ventana que quedaba encima de la coronilla de ella, pero sin ver nada que no fueran los puntitos de caspa que salpicaban el sedoso vértice.
—¡La culpa es del rojo! —exclamó ella con firme convicción.
—Ah, del rojo… Daremos buena cuenta del rojo —continuó él sin pensar lo que decía y, detrás de ella, a punto de desmayarse, aboliendo el centímetro final de la derretida distancia, le cogió las manos y comenzó a, insensatamente, entreabrirlas y tironearlas, mientras ella se limitaba a girar suavemente la delgada muñeca de su
mano derecha, intentando, de forma mecánica, señalar con el dedo al culpable.
—Espera —dijo él con la voz ronca—, aprieta los codos contra los costados y
veamos si soy capaz, veamos si puedo levantarte.
Justo entonces les llegó desde el vestíbulo un estampido al que siguió el ominoso frufrú de una gabardina, y él dio un paso atrás con torpe brusquedad, se metió las
manos en los bolsillos, se aclaró la garganta con un gruñido, y comenzó a decir envoz alta:
—… ¡por fin! Estábamos muriéndonos de hambre…
Y cuando se sentaban a la mesa aún notaba una dolorosa, frustrada y corrosiva debilidad en las pantorrillas.

Después de cenar llegaron unas señoras a tomar café, y, al anochecer, cuando se remansó el oleaje de las invitadas, y la fiel amiga de la viuda tuvo la discreción de irse al cine, la exhausta anfitriona se tendió en el sofá:
—Vete a casa, cariño —le dijo sin alzar los párpados—. Seguro que tienes
asuntos que atender, probablemente no has preparado aún el equipaje, y yo tengo ganas de acostarme porque, de lo contrario, mañana seré incapaz de hacer nada.
Emitiendo un breve mugidito que pretendía simular ternura, el caballero le dio un besito en la frente, fría como el queso fresco, y luego dijo:
—Por cierto, no dejo de pensar en la pena que me da esa pobre niña. Quisiera sugerirte que, al final, le permitiéramos quedarse aquí. ¿Por qué tiene la pobrecilla
que seguir viviendo con unos desconocidos? Es absolutamente ridículo que siga así ahora que ya vuelve a tener una familia. Piénsalo bien, mi amor.
—Pues sigo empeñada en que se vaya mañana —dijo ella lenta y pesadamente,
con un hilillo de voz, sin abrir los ojos.
—Trata de comprenderlo, por favor —prosiguió él bajando el tono de voz, pues la niña, que había cenado en la cocina, parecía haber terminado, y se notaba su leve fulgor, muy cerca—. Trata de entender lo que te digo. Aunque les paguemos todos los
gastos, e incluso suponiendo que les paguemos más de la cuenta, ¿crees que lograrán que se sienta mejor que aquí? Lo dudo. Hay en esa ciudad un colegio magnífico, podrías decirme —ella permanecía en silencio—, pero encontraremos aquí otro que
sea mejor incluso, aparte de que yo he sido siempre, y lo seguiré siendo, partidario de proporcionarles a los niños una educación particular, en casa. Pero lo principal es…
Mira, la gente podría pensar, y hoy mismo ya has podido escuchar una leve insinuación de lo que te digo, que, a pesar del cambio de situación, es decir que ahora que tienes mi apoyo en todo y para todo, y que podemos buscar un piso mayor que
este, alguno que nos proporcione una intimidad completa, etcétera, la madre y el padrastro siguen desatendiendo a esa criatura.
Ella no dijo nada.
—Puedes hacer, naturalmente, lo que te plazca —dijo él con nerviosismo,
atemorizado por el silencio de ella (había ido demasiado lejos).
Ya te he dicho —dijo ella tan lenta y pesadamente como antes, con una vocecilla ridícula, de mártir— que lo principal para mí es mi propia paz y tranquilidad. Si cualquier cosa la perturbara, moriría… ¿Lo oyes? Ahí la tienes, arrastrando los pies o
golpeando no sé qué. ¿Verdad que no era un ruido muy fuerte? Pues ya es suficiente para provocarme un espasmo nervioso y para hacerme ver las estrellas. Los niños sonincapaces de caminar sin dar golpes por todas partes; aunque tuviéramos veinticinco habitaciones, las veinticinco serían ruidosas. De manera que tendrás que elegir entre
ella o yo.
No, no… ¡No quiero ni oírte decir cosas así! —exclamó él con un nudo de pánico en la garganta—. ¡No se trata en absoluto de elegir…, por lo que más quieras! Se trataba solamente de unas consideraciones teóricas. Tienes razón. Es más, la tienes porque yo mismo soy partidario de la paz y la tranquilidad. ¡Sí! Defenderé el statu quo, y que la gente murmure lo que quiera. Tienes razón, mi amor. Por supuesto, no
descarto que quizá más adelante, la próxima primavera…, si te has repuesto del todo…
—Jamás me repondré del todo —contestó ella en voz baja, enderezándose y, con un crujido, rodando pesadamente hasta ponerse de costado. Después apoyó la mejilla
en el puño y, diciendo que no con la cabeza y lanzando una mirada oblicua, volvió a repetir la misma frase.

el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora