capitulo 6

7 1 0
                                    

Cuando subió al tren, sus señas de pasado mañana seguían pareciendo el perfil de una costa oculta tras una tórrida neblina, un símbolo preliminar del futuro anonimato. Lo
único que trató de planear fue el sitio en donde pasarían la noche de camino hacia aquel reverberante Sur; no le pareció en cambio necesario predeterminar sus subsecuentes alojamientos. El lugar no importaba, siempre estaría adornado por un
piececillo desnudo; el punto de destino daba lo mismo, con la sola condición de que pudiera esconderse con ella en un vacío azur. Los postes de telégrafos, que le recordaban el puente en el que se apoyan las cuerdas del violín, pasaban volando a su lado con espasmos de música gutural. La palpitación de los tabiques del vagón era como el crujido de unas alas tremendamente abombadas. Viviremos lejos, unas vecesen las colinas, otras junto al mar, en un invernadero cálido donde la desnudez salvaje será automáticamente habitual, perfectamente solos (¡nada de criados!), sin ver a nadie, nosotros dos en un eterno cuarto de niños, y de esta manera descargaremos el
golpe fatal contra cualquier resto de vergüenza que pudiera quedar. Habrá diversiones constantes, brincos, besos matutinos, peleas en la cama compartida, una única y
enorme esponja derramando sus lágrimas en cuatro hombros, chorreando en medio de
risas por entre cuatro piernas.

Mientras disfrutaba bajo los concentrados rayos de un sol interior, reflexionó acerca de aquella deliciosa alianza entre la premeditación y el puro azar, acerca de los
edénicos descubrimientos que le esperaban a la niña, acerca de lo extraordinarios pero también naturales y familiares que acabarían siendo para ella, vistos de cerca,
los graciosos rasgos propios de los cuerpos pertenecientes a sexos distintos, aunque las sutiles distinciones de la pasión más refinadamente complicada no serían para ella, durante una larga época, más que el alfabeto de las más inocentes caricias: sólo
la entretendría con imágenes de libros de cuentos (el gigante juguetón, el bosque de las hadas, el saco con su tesoro), y con las divertidas consecuencias que se
producirían cuando ella toqueteara con sus dedos ese juguete cuyo truco le resultaría muy pronto conocido, pero nunca tedioso. Estaba convencido de que, mientras
prevaleciera la novedad y ella no volviese la vista hacia el exterior, sería fácil, por medio de nombres infantiles y bromas caseras, confirmar la esencial gratuidad de
ciertas rarezas, desviar la atención que las niñas normales proyectan hacia ese futuro de comparaciones, generalizaciones y preguntas que podría provocar cierta frase mal
oída con anterioridad, o cierto sueño, o su primera menstruación, a fin de preparar una indolora transición desde el mundo de semiabstracciones acerca del cual lo más
probable era que ella no tuviera más que cierto pequeño grado de conciencia (cosas como la correcta interpretación del repentino abultamiento autónomo del vientre de una vecina, o la pasión de colegiala que podían haber provocado en ella los rasgos de la jeta de algún cantante de tres al cuarto), desde todo aquello que estuviera más o
menos directamente relacionado con el amor adulto, a la realidad de la diversión agradable, en la medida en que el decoro y la moral, ignorantes ambos tanto de lo que
estaba ocurriendo como del lugar en donde ocurría, se abstuvieran de visitarles.

Levantar los puentes levadizos sería un sistema eficaz de protección hasta que llegara el momento en el que, desde el mismo foso en flor, una rama robusta y joven alcanzara la altura de la habitación. No obstante, debido precisamente a que en el
curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del
temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo, tendría que ser especialmente cauto, no permitirle que saliera nunca
sola, cambiar frecuentemente de domicilio (lo ideal sería un chaletito rodeado de unjardín ciego), vigilar que no trabara amistad con otros niños ni tuviera ocasión de
ponerse a charlar con la verdulera o la asistenta, pues no habría modo de saber qué impúdico elfo podría escapar de los labios de la hechizada inocencia, ni qué monstruo
podría llevarse consigo el oído de algún desconocido para someterlo luego al análisis y la discusión de los sabios. Aunque, ¿acaso se le podría hacer algún reproche al
hechicero?
Sabía que encontraría en ella suficientes placeres como para no tener que deshechizarla prematuramente, ni que forzarla, con indebidas manifestaciones de
arrobamiento, a tomar conciencia de ninguno de sus propios encantos, ni que abrirse paso con excesiva insistencia hacia algún camino sin salida en el curso de su
interpretación del paseo monacal. Sabía que no trataría de forzar su virginidad en el más estrecho y rosado sentido del término hasta que la evolución de sus mutuas
caricias hubiese dado cierto invisible paso. Aguantaría hasta aquella mañana en la que, sin dejar de reír, comenzara ella a prestar oído a sus propios impulsos y,
enmudeciendo de repente, le exigiera que la búsqueda del oculto acorde musical fuese llevada a cabo de forma conjunta.

el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora