capitulo 8

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La puerta estaba cerrada; sintió un horrible pinchazo en el fondo del estómago. Si ella se había encerrado por dentro era para impedirle la entrada, era porque sospechaba de él… No hubiese tenido que darle aquellos besos… Seguro que la había
asustado, o que la niña había notado algo… O quizá la razón fuese más tonta y más sencilla: seguramente ella había imaginado con su ingenuidad que él se había ido a dormir a otra habitación, ni siquiera se le había pasado por sus pequeñas mientes queiba a dormir en la misma habitación que un desconocido…, sí, todavía un desconocido. De modo que el caballero llamó a la puerta, apenas consciente todavía de la intensidad de su alarma e irritación.

Oyó una brusca carcajada femenina, las repulsivas exclamaciones de los muelles de una cama, y luego el palmoteo de unos pies descalzos.
—¿Quién es? —preguntó una iracunda voz masculina—… ¿Conque se ha equivocado de habitación, eh? Pues la próxima vez no se equivoque. Hay alguien aquí que está trabajando de firme, alguien que está intentando dar lecciones a una joven que aún tiene mucho que aprender, y tiene que venir usted a interrumpirle…
Se oyó otro estallido de carcajadas, algo más alejadas que esta voz.

Una vulgar equivocación, nada más. Siguió avanzando por el pasillo, y de repente comprendió que se había confundido de piso. Volvió sobre sus pasos, dobló una esquina, dirigió una mirada perpleja a un contador que colgaba de la pared, a un lavabo sobre el que goteaba un grifo, a los zapatos marrón que alguien había dejado
junto a una puerta, dobló otra esquina… ¡La escalera había desaparecido! La que encontró por fin resultó ser otra: descendió sus peldaños, pero sólo para perderse en
unos trasteros débilmente iluminados, con varios baúles, y, en las esquinas, un armarito aquí, un aspirador allí, un taburete roto y el esqueleto de una cama, que se
interponía a su paso con aires de fatalidad. Soltó un juramento, sacado de quicio, exasperado por estos obstáculos… Llegó por fin a una puerta y la abrió con un empujón, se dio de cabeza contra un dintel bajo, y, agachándose un poco, salió a un
rincón en penumbra del vestíbulo principal, en donde, mientras se rascaba las cerdas de la mejilla, el viejo estaba estudiando su libro negro al tiempo que el gendarme roncaba en un banco, a su lado, exactamente igual que si aquello fuese el cuerpo de
guardia. Obtener la información necesaria fue cuestión de un minuto, ligeramente prolongado por las disculpas del viejo. Entró. Entró, y lo primero que hizo, antes de mirar nada, furtivamente encogido,
fue darle dos vueltas al cerrojo.

Después vio un calcetín negro con su elástico, tirado debajo del lavamanos. Luego la maleta abierta, su contenido en incipiente desorden, y la punta de una toalla de textura granulosa colgando por el borde tras un tirón
incompleto. Y, por fin, el vestido y la ropa interior formando un montón en la butaca, con el cinturón, y el otro calcetín. Sólo entonces se volvió hacia la isla de la cama.
Estaba tendida boca arriba, encima de la no estorbada colcha, con el brazo
izquierdo debajo de la cabeza, vestida con un salto de cama cuya parte inferior había quedado abierta —no había conseguido encontrar el camisón— y, a la luz de la
pantalla rojiza, a través de la atmósfera borrosa y cargada de la habitación, pudo llegar a vislumbrar la estrecha y cóncava curva de su vientre enmarcado por un par de
inocentes y afiladas caderas. Con el estruendo de un cañonazo, un camión ascendió desde el fondo de la noche, algún cristal tintineó en el mármol de la mesilla de noche,y resultó extraño contemplar aquel tranquilo fluir de su hechizado sueño, absolutamente ajeno a todo.

Mañana, naturalmente, empezaremos por el principio, con una progresión
meticulosamente medida, pero de momento duermes, estás lejos, no te mezcles con los mayores, así es como debe ser, es mi noche, son mis cosas. Se desnudó, se tendió a la izquierda de la cautiva, la acunó levísimamente, y se quedó congelado, conteniendo cautelosamente la respiración. Bien. La hora que había estado deseando
con delirio a lo largo de un cuarto de siglo sonaba por fin, pero era una hora encadenada y hasta enfriada por la nube de su propio arrobamiento. El flujo y reflujo de aquel salto de cama de color claro, mezclado con las revelaciones de su belleza,
seguían temblando ante sus ojos, con unas ondulaciones tan complicadas como si lo estuviera viendo todo a través de un cristal tallado. Era sencillamente incapaz de encontrar el punto focal de la felicidad, no sabía por dónde empezar, qué podía tocar,
y cómo, sin sacarla del reino de su reposo, a fin de saborear de la forma más plena posible este momento. Bien. Para empezar, avanzando con cautela clínica, se quitó de la muñeca el incoloro ojo del tiempo y, extendiendo el brazo por encima de la cabeza de ella, lo colocó en la mesilla de noche, entre el vaso vacío y una brillante gota de agua.

el hechicero(Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora